En los albores del Cristianismo, la Iglesia primitiva estaba constituida por comunidades dispersas y pequeñas, tanto que a veces no llegaban ni a cinco los cristianos que se reunían en casas particulares con pocas provisiones doctrinales, pero bien abastecidas de evangelio, llenas de caridad y con una fe que movía montañas.  Se habían quedado con lo esencial y no necesitaban de nada más. Les bastaba con saber que el amor fraternal era la clave para interpretar el evangelio y habían entendido que su unión con Cristo era la mejor garantía de un cristianismo autentico. Llevaban una vida humilde y sencilla como lo fue la de María y la de su hijo el Pobre de Nazaret. En medio de los avatares de este mundo todo trascurría de forma natural al trasluz de la experiencia cristina y las situaciones difíciles que se iban presentando eran afrontadas con la seguridad propia de quienes se sentían poseídos por la fuerza del espíritu. Su ejemplo, frecuentemente sellado con su sangre, trascendía al exterior convirtiéndose en argumento irrefutable, convincente y operante. Este fue el secreto evangelizador de la primitiva Iglesia que hizo posible el milagro de una cristianización que se expandió por el mundo como una salpicadura de aceite

Tal como nos muestra la Historia de la Iglesia esta ejemplaridad de vida cristiana se fue perdiendo con el trascurso de los años y cuando esto sucedió, hubo que pensar en otra alternativa para alimentar y mantener viva la llama de la fe. La Iglesia Católica favorecida por el poder político y sirviéndose de las instituciones se entregó por entero a la función magisterial con el fin de blindar y poner a salvo al naciente cristianismo de cualquier peligro y contingencia. En el adoctrinamiento, como suele ocurrir, la Iglesia encontró un arma invencible, capaz de hacer frente a cualquier situación que se presentara. Durante muchos siglos los sínodos y los concilios fueron marcando las pautas según las necesidades y exigencias de los tiempos. Los Doctores y Padres de la iglesia desarrollaron e ilustraron con su pensamiento filosófico -teológico el depósito recibido. Todo ello en el marco   de una cultura homologada que se mostraba respetuosa con la voz de la iglesia siempre incontestada e incontestable. Fueron los tiempos dorados de una Iglesia vigorosa erigida en árbitro y juez, muy segura de sí misma.

Los tiempos han cambiado y las cosas hoy se ven de distinta manera incluso desde el mismo seno de la Iglesia católica. Algunas doctrinas, por ejemplo, las correspondientes a la confesionalidad del Estado, pena de muerte, etc. han dejado de ser seguras por mucho que estuvieran enraizadas en la tradición y otras, ha sido la propia Iglesia la que incluso, las ha considerado equivocadas, llegando a pedir perdón por no pocos desatinos del pasado.  En cuanto a los dogmas si bien su veracidad no es puesta en cuestión, sí están siendo reinterpretados, al menos algunos de ellos, con el fin de hacerles compatibles con las exigencias de los tiempos modernos. Me voy a referir a dos de ellos de excepcional importancia para la vida de la Iglesia Católica.  Comenzaré por aquel cuya formulación no puede ser más precisa y concisa. “Extra Ecclesiam nulla salus” (fuera de la Iglesia no hay salvación). Invito al lector a que compare lo que en el seno de la Iglesia se decía sobre el mismo, antes del Concilio Vaticano II y después del Concilio Vaticano II.  Hoy dado el clima de cordialidad entre la Iglesia Católica y el resto de las Iglesias Cristianas no puedo imaginarme las enormes dificultades que han debido tener los últimos papas a la hora de justificar y explicar el significado y alcance de este dogma, sin suscitar animadversión y escándalo entre los hermanos separados.

Algo parecido sucede con la infalibilidad del papa. Este dogma que fue definido en el concilio Vaticano II por Pio IX en 1870 con la intención de fortalecer la autoridad del Obispo de Roma, seguramente consiguió su objetivo; pero no es menos cierto que en la actualidad se presenta como el principal obstáculo para que se pueda llevar a feliz término la tan ansiada y necesaria unidad del cristianismo según los deseos de su Fundador. “El Papa, lo sabemos, es el obstáculo más grave en la ruta del ecumenismo” son palabras que Pablo VI pronunciara ya el 28 de abril de 1967 con motivo de una audiencia a los miembros del Secretariado para la Unidad de los Cristianos. Por su parte el Papa Francisco en el 1916 ante la demanda de Hans Küng, se habría mostrado dispuesto según el prestigioso teólogo, a abrir un debate libre sobre el dogma de la infalibilidad del sucesor de Pedro. Lo cual pone de manifiesto que es bueno seguir hablando sobre este tema para encontrar adecuada solución a los diversos frentes abiertos en torno al mismo.

En principio nos encontramos con que el pluralismo no es sólo una característica propia de la cultura posmoderna con la que el actual cristianismo está llamado a entenderse, sino que ese mismo pluralismo comienza a ser una exigencia dentro del mundo religioso. La inflación teológica es tan grande y la riada doctrinaria tan sobreabundante que si Jesucristo tuviera hoy que volver a nuestro mundo necesitaría de cursos intensivos para poder ponerse al día. Naturalmente compaginar tanta diversidad con los personalismos de cualquier signo, no es tarea fácil. Es un hecho que la Iglesia se encuentra en una situación delicada de puertas adentro y aún mucho más si cabe de puertas afuera.  Dentro del seno de la propia Iglesia Católica la autoridad magisterial del Papa es hoy cuestionada no solamente dentro del progresismo, sino también por algún sector reaccionario como lo demuestra el numerito montado por los cardenales de los “dubia” o la no menos pintoresca bufonada protagonizada por un grupo de sacerdotes pidiendo a los obispos del mundo en una carta que declaren hereje al papa Francisco. No le faltaba razón al cardenal Ratzinger cuando dijo “que existe una profunda inseguridad en relación con la fe y la doctrina de la Iglesia”; pero hay algo más, nuestra forma de vivir el cristianismo está siendo poco ejemplar y todo ello crea desconcierto y vacilación

Hay que reconocer que Roma, con lo que está cayendo, necesita de grandes dosis de discreción y prudencia para templar tantas gaitas.  Su silencio lo que nos trasmite es que seguramente no está en situación de emplearse con la contundencia de otros tiempos y no es poco mantenerse a flote entre dos aguas o más. Las corrientes internas dentro de la Iglesia están obligando al papa Francisco a hacer de mediador entre tendencias de signo diferente.  En el campo de la ortodoxia desde hace tiempo la corriente aperturista ve como necesario un desarrollo de los dogmas para que la fe no acabe extinguiéndose, mientras la corriente conservadora considera alevoso cualquier cambio porque se piensa que en teología todo lo que había que decir desde hace mucho tiempo que está dicho ya. En tan complicada situación no es nada fácil ser Pastor Universal y siempre habrá alguien que le tache de ambiguo, mientras otros le acusen de hereje.

En el ámbito de la ortopraxis las cosas deberían ser más fáciles. Hay cuestiones como pueden ser el caso de los curas casados o la incorporación de la mujer a la vida de la Iglesia que podían afrontarse con decisión, dadas las necesidades del momento; pero el hecho es que no deja de producir vértigo poner fin a muchos siglos de tradición. Ahora que las expectativas sobre el diaconado femenino acaban de quedar frustradas no sabríamos decir si es que Francisco no se ha atrevido, no ha podido o es que no le han dejado. En cualquier caso si un día llegara el momento de emprender alguno de estos viajes, el sucesor de Pedro con toda seguridad querría ir bien arropado y acompañado, tal como en su día lo dejaran entrever aquellas palabras de Pablo VI:” por mi parte estoy dispuesto a que varones cristianos casados accedan al sacerdocio, siempre que el Sínodo así lo acuerde”. De momento nadie parece estar dispuesto a dar un paso adelante y sí a pasar la patata caliente.  En una ocasión Juan Pablo II se expresaba así: “Sé que esto va a suceder; pero que yo no lo vea”.  

Sin restar importancia a la problemática interna en que hoy se debate la Iglesia Católica no podemos pasar por alto su borrosa proyección en el mundo con el que está llamado a entenderse. El signo de los tiempos ha cambiado. Atrás ha quedado ese mundo cristianizado en el que la Iglesia ocupaba un lugar privilegiado. Ahora con lo que nos encontramos es con un mundo hostil, que se revela contra el mensaje evangélico y con una Iglesia vulnerable y arrinconada, considerablemente mermada en su capacidad de influencia y adoctrinamiento, que no acaba de encontrar la clave, ni base sólida para entablar un diálogo serio y constructivo con la cultura posmoderna, como lo demuestra el hecho cierto de que la crisis religiosa no solo persiste, sino que va tomando cada vez más auge. Por no tener hoy, ni siquiera se dispone de un lenguaje común con el que la Iglesia y la cultura posmoderna pudieran entenderse, a lo más pueden compartir algún vocablo o gesto.

Humildemente hay que reconocer que los católicos en algo hemos debido fallar para que la gente se pregunte de forma generalizada ¿Es posible hoy seguir siendo cristiano? cuando la pregunta debiera ser ¿podemos por más tiempo prescindir de Dios? Es verdad que la cultura de nuestro tiempo es la que es; pero el catolicismo forma también parte de esa cultura y debiera hacerse notar. Nuestro catolicismo en lugar de ser fermento, le vemos condicionado por el miedo, la inhibición y silencio, eso cuando no se presta a hacer el caldo gordo a relativismos políticos institucionalizados que dejan mucho que desear. Se echa de menos una correcta lectura para poder discernir lo pernicioso que nos está llevando a la ruina de aquello otro que por ser positivo deberíamos asumir como perteneciente a una cultura que es también la nuestra. Después de haber escuchado decir al Papa Francisco: “Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrase a las propias seguridades”; uno piensa que muchas cobardías debieran desaparecer para enfrentarnos con valentía a un materialismo ramplón y también para explorar con libertad de espíritu muchas de las potencialidades del humanismo laico e intentar desde la inmanencia de la utopía humanitaria abrir las puertas de la religiosidad cristiana a muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo. Da la impresión que la Iglesia se ha automarginado y así es muy difícil frenar la descristianización. En cualquier caso a la hora de entablar dialogo con la cultura posmoderna hemos de tener claro que nuestro mundo carece de oídos para escuchar una teologías excesivamente intelectualizadas; pero tiene los ojos bien abierto para distinguir lo auténtico de lo que no lo es.