LA PALABRA DE DIOS

PRIMERA LECTURA: Is. 55, 6-9. “Mis planes no son vuestros planes”.
SEGUNDA LECTURA: Flp. 1, 20c-24. 27ª. “Para mí la vida es Cristo”.
EVANGELIO: Mt. 20, 1-16. “Vengan también ustedes”.

Cuántas veces le enmendamos la plana a Dios, cuántas veces, en nuestra pequeñez, pensamos que se ha equivocado con nosotros, que merecemos mucha mejor suerte que éste o aquél. Y es que no entendemos sus acciones, las vemos con los ojos del mundo. Todos somos semejantes ante Él, da igual cómo y cuándo le hayamos conocido, cuándo nos hayamos unido a su pueblo. Él es Padre, y para un padre todos los hijos son iguales. Hermosa parábola en labios de Cristo.

Hay una frase que me parece clave: “¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?” La envidia ensucia el alma, la vuelve turbia, la embota. Siempre andamos comparándonos con los demás, valorando la suerte ajena, lamentándonos de la nuestra y no nos damos cuenta de que tenemos un tesoro entre las manos y no lo disfrutamos: ¡Somos hijos de Dios! ¡Todos por igual! Cristo vino a salvarnos a todos sin excepción, nos abrió las puertas de la Gloria de par en par ¡a todos!

La parábola no viene a justificar una supuesta injusticia o una indiferencia religiosa, amparándose en la bondad divina. Lo que afirma Jesús es la gratuidad del amor de Dios al hombre frente a la religión mercantilista y la moral del mérito que patrocinaban los fariseos. Esa gratuidad de la salvación, del perdón y del Reino no es conducta arbitraria de Dios, y menos todavía injusta, sino la de un padre amoroso que sale al encuentro de todo el que lo busca mediante una sincera conversión.

Desde la autosuficiencia farisaica que se cierra a la aceptación del hermano y desde la religión de contrato que ve la salvación de Dios como un “debe” a nuestras buenas obras, no podemos entender ni imitar la misericordia de Dios, que sobrepasa toda justicia humana.

Los obreros de la primera hora, es decir, los cristianos viejos y los fieles observantes, han de alegrarse de haber sido llamados pronto al trabajo de la viña, al servicio de Dios; e igualmente han de amar a los de la última hora, porque Dios es bueno y los ama con amor gratuito.

Al final este pasaje del Evangelio lo podemos resumir en una cosa: la afición que tenemos de juzgar según nuestro criterio, sin pensar en que ha podido llevar a alguien a actuar de una determinada manera. Y con nuestro Padre Dios nos equivocamos, sencillamente no podemos llegar a entender sus planes; pero podemos estar completamente seguros de que son los mejores para nosotros.

Examinémonos hoy sobre nuestra motivación religiosa básica, ¿es el amor gratuito a Dios y a los hermanos, o bien el amor interesado, que es equivalente a miedo al castigo? ¿Por cuál de estos motivos nos guiamos en la práctica religiosa, en la conducta moral y en las relaciones con los demás? Probablemente necesitamos una sincera conversión para, como dice san Pablo, “llevar una vida digna del evangelio”.

Trabajadores en la viña del Señor

Son las últimas semanas de la vida pública de Cristo. Ya dos veces ha anunciado su pasión, su muerte y su resurrección. Va camino a Jerusalén, y en tierras de Samaria y de Galilea ya no escucharán su voz, no anunciará más entre ellos la Buena Nueva.

Mira hacia el futuro próximo -su pasión- y hacia la vida del Reino -la Iglesia-, y propone una parábola con profunda significación: Primero, que la salvación es obra de una amorosa iniciativa divina; segundo, que habrá recompensa; tercero, apunta el sentido escatológico, es decir el término de la jornada, ese ineludible final de la vida del hombre nacido mortal.

Y el hombre, proyecto inacabado, proyecto eterno, mientras va por el tiempo encierra en la frágil envoltura de la carne una imagen de su creador, el alma espiritual y eterna. El alma, creada para siempre vivir integrada a quien es su pnncipio, que es Dios creador, y a quien también es su fin, el mismo Dios, que es amor y espera.

La vida del ser humano no está circunscrita, no está limitada entre una cuna y un féretro. Breve es el caminar en el tiempo, corta es la vida y el hombre no se contenta; siempre, desde el despertar de la conciencia, ha tendido con su pensamiento, con su anhelo, hacia ser eterno.

Y este espacio temporal llamado vida es la irrepetible oportunidad para trabajar y merecer el salario eterno. Lugar y trabajo para todos. Por Cristo el Señor, para los creyentes está el Reino por Él fundado, la Iglesia, sacramento de salvación; esa es la viña, y en ella hay mucho que hacer y mucho donde merecer.

A todos, la Iglesia ofrece espacio y oportunidades para poner en acción -se trata de trabajar- los talentos que cada uno haya recibido, y ponerse a dar frutos en buenas obras, con un solo espíritu, cada quien conforme a su propio ser y sus personales carismas.

Llamamiento universal, no importa la hora: trabajo para todos. Y que lo oigan los laicos, porque este siglo es, en la Iglesia, el tiempo de los laicos. Recompensa: pago generoso a todos al final de la jornada.

José Rosario Ramírez M.

La memoria de lo vivido

Esta comunicación pretende ser una invitación a recuperar la memoria de lo vivido, “reflectir para sacar provecho”, como nos invita San Ignacio en los Ejercicios Espirituales. Empiezo con un hecho familiar. Tengo un hermano con síndrome de Down, y cuando le digo que es muy inteligente, él dice: “no, tengo mucha memoria”. Y sí, es verdad, su vida es un memorial de ternura y, por tanto, su vida contagia cariño. De él aprendí la importancia de la memoria. El jesuita Xavier Quinzá nos dice: “la memoria de lo vivido es la biografía de nuestra identidad. Somos, en realidad, aquello que recordamos ser; aquello de lo que podamos dar cuenta, con cierta coherencia, ante los ojos del otro, de los otros. La experiencia rememorada y narrada nos crea como personas que se pueden identificar con lo vivido, que al narrarlo lo elaboran creativamente”.

Rememorar la experiencia es revivirla y reelaborarla, discernirla para separar lo más nuestro que hay en ella y que nos lanza a desplegar todas las posibilidades que hemos descubierto. Ser conscientes de nuestra historicidad nos hace capaces de actualizar lo vivido. La conciencia histórica es una forma de autoconocimiento para ser hombres y mujeres lúcidos y críticos que podamos no sólo salir de esta situación sanitaria del covid-19, sino de muchas otras pandemias que ya nos acostumbramos a vivir: el hambre, la corrupción, la impunidad, la banalización, la falta de horizontes trascendentes, por no hablar de vivir en un horizonte nihilista.

No tener conciencia histórica nos hace vivir sin hacernos preguntas, viviendo del “se dice” -sin cuestionar nada- del bombardeo de informaciones, y estar como si fuéramos una “bolsa de plástico en el periférico”, sin saber que sucede realmente. Octavio Paz decía: “no saber qué nos pasa, eso es lo que nos pasa”.

Algo le sucedió al mundo y a nosotros, a nuestra familia, a nuestra sociedad. Pero, ¿qué nos cambió? ¿Para qué nos preparó? ¿Qué aprendimos de los que vivieron junto a nosotros? ¿En qué adquirí más experiencia? Y los muertos, ¿dónde quedaron? Lo que soñé al principio de la pandemia, ¿lo realicé? ¿Cuál es mi memorial?

José Martín del Campo, SJ – ITESO