A mi querido amigo judeo-cristiano, Antonio Escudero Ríos, impenitente amigo y defensor de Israel, que siempre confía en el Eterno, con toda la esperanza en Él, y en esta hora tan amarga para España.

Desde que  -de muy niño-  escuchaba yo las lecturas litúrgicas del Antiguo Testamento, en la vieja iglesia de mi Parroquia, en León, sentía una especie de rechazo hacia aquel mundo que se reflejaba en las mismas. Los nombres de los personajes, de las ciudades y pueblos, del campo, de los ríos o el mar, y de toda clase de imágenes y metáforas que en ellas se recogían, no tenían nada que ver conmigo, que era un niño de los años cuarenta, tras la horrible Guerra fratricida habida entre mis compatriotas españoles. Nada de lo que me rodeaba entonces  -ni ahora mismo tampoco-  tenía nada que ver con toda aquello. ¡”El Pueblo de Israel…”!. Los israelitas, o simplemente los judíos, que habían salido de la cautividad en Egipto atravesado un árido desierto, y a los que Dios enviaba desde el cielo “el maná”, para que no se muriesen de hambre. ¿Por qué no nos enviaba también algo a los españoles de entonces, que tanto lo necesitábamos? Nada de esto me parecía normal, porque todas aquellas cosas eran cuestiones muy lejanas a mí, por mucho se pretendiera relacionarlas con la fe en Dios, que aquel buen Párroco, Don Eladio Tejedor Alcántara, trataba de inculcarme. Yo no era judío, expresión esta por cierto que también por entonces  -desde luego siempre fuera de los templos- se empleaba en el ámbito social y en sentido altamente peyorativo. Concretamente, para referirse a las personas egoístas, tacañas y, en general, poco recomendables  -casi como el “sacamantecas”, los ogros o “el hombre del saco”-  lo que hacía que la expresión resultase nada eufónica y hasta ofensiva. ¿De dónde y por qué podría producirse aquel hecho, tan real, como yo podía escuchar a cada paso? ¿Cómo podría «ser malo» el hecho de ser judío, si aquel Jesús, el Hombre que había pronunciado aquel sermón en la Montaña, tan lleno de dulzura, de perdón y sentido de la justicia, había sido judío? No, no podía ser posible entonces que los judíos fuesen lo que se decía de ellos.

Más tarde comencé a oír hablar, y a leer, que los judíos habían sido expulsados de España, lo que incrementó mi interés por tal cuestión, y pude enterarme también, durante el Bachillerato, de que grandes personajes de la Historia, como Baruch Spinoza, heredero crítico del cartesianismo y racionalista, y otros muchos, entre ellos el mismo Albert Einstein, eran judíos, o lo habían sido. Judíos  -por referirnos a estos dos últimos-  respectivamente holandés y alemán. Nueva confusión, por mi parte. Resultaba que, además de los judíos españoles, los había también de otras nacionalidades europeas. Y así, progresivamente, hasta enterarme de aquella trágica y criminal historia, llevada a cabo por Adolf Hitler y sus secuaces, todos ellos, como mínimo, miserables dementes. ¡Pobres judíos! ¡Cuánto había sufrido aquel pueblo a lo largo de la Historia…! Y, sobre todo -eso he podido averiguarlo muy últimamente-  ¡cuántas mentiras y perversas calumnias vertidas sobre ellos, al servicio de los más bastardos intereses materiales! Resulta curioso, casi misterioso, subrayar el hecho de que, en los tiempos actuales, al menos en España, las personas, incluso las más serias, que se declaran antisemitas, contrarias al Estado de Israel y a favor de los palestinos, suelen ser las llamadas, o incluso ser consideradas por ellas mismas, “de izquierdas”. A mí este hecho me resulta intrigante.

Pero, como diría San Pablo, o Pablo de Tarso (otro “judío, hijo de judíos, de la tribu de Benjamín”), yo ya no soy ningún niño, ni por tanto puedo pensar como un niño, porque ahora tengo que pensar, juzgar y obrar como debe ser propio de los hombres sensatos y de buena voluntad. Ello, en lo que atañe a todos los judíos en general, pero mucho más aún en lo que respecta a los que fueron, y lo siguen siendo, mis compatriotas españoles, tan españoles como yo mismo, los sefardíes, los que, en tiempo inmemorial, habían llegado a España, a la Sepharad bíblica, alzando aquí sus tiendas y enraizando generación tras generación, tras prestar transcendentales servicios al Estado y al interés público, hasta el día 31 de Marzo de 1492. Se ha culpado tradicionalmente a los Reyes Católicos de ser los causantes de aquella expulsión, pero los historiadores modernos  -los propios historiadores españoles-  han hecho el esfuerzo de poner las cosas en su sitio, desvelando, entre la hojarasca y el humo de la Historia, y de infinidad de mentiras y calumnias, la pura verdad.

Varias son las cosas que resulta necesario aclarar. En primer lugar que, no fueron Isabel y Fernando, aquellos grandes monarcas, quienes, de repente, casi por arte de magia, encontrasen caprichosamente el motivo que les moviese un mal día a firmar el Edicto de Granada. Ya el III Concilio de Toledo (en el que, tras condenar y separarse del arrianismo, el Rey Recaredo proclama la Fe católica) reprodujo las conclusiones del de Elvira (celebrado entre los años 300 y 324 y, por tanto, o bien antes de la persecución de Diocleciano o después del Edicto de Milán). Y ya antes de todo ello, había surgido el problema de la convivencia social y política con la comunidad sefardí. Es cierto que, en puridad, la razón era, en principio, genuinamente religiosa: Ellos no podían y algunos no querían aceptar  -posiblemente la mayor parte, eso también-  que el Mesías, hubiese venido ya, mientras los cristianos españoles llevaban ya varios siglos adorando a Jesús de Nazareth como el único y verdadero Hijo de Dios, el enviado del Padre. La discrepancia, a su vez, no era tampoco tan simple y lineal, sino especialmente torcida y sinuosa, acaso intencionadamente por parte de las minorías de uno y otro lados, que, en ningún caso, podía ni puede derivar hacia la culpabilidad colectiva de ninguno de aquéllos. Lo teólogos españoles, y antes los latinos, San Agustín por todos ellos, habían percibido y recogido intelectualmente de las propias fuentes bíblicas, de la Torah, que era y es la Ley suprema de Israel, las declaraciones proféticas esenciales, en virtud de las cuales, en Jesús de Nazareth, un Judío, se cumplían todas condiciones atribuidas por la Escritura al Mesías, así como el encargo por su parte de difundir y transmitir su doctrina y su mensaje a todos los gentiles  -a quienes no eran miembros del Pueblo de Israel-  de todas las naciones de la tierra.

Los sefardíes  -y sin duda también la otra gran familia judía centro-europea, los azenakíes–  en cambio, no podían aceptar ni que Jesús pudiese ser el Mesías, ni menos aún que un hombre pudiera ser Dios. Según los teólogos cristianos, y sobre todos los inquisidores, ello era así porque los Rabinos, en las Sinagogas, habían alterado, falsificado, intencional y maliciosamente el Talmud, con la única finalidad de impedir la conversión colectiva de todos los judíos al cristianismo, dando y teniendo a Jesús por el Mesías. Es sabido que el Talmud, no es otra cosa sino una colección de comentarios, y de discusiones o debates acerca de lo escrito en la Ley, la Torah, algo así como, en términos jurídicos, la Jurisprudencia en relación con la Legislación aplicable a un supuesto concreto.

Las discusiones y debates, durante todo el periodo que más tarde media entre el Rey Alfonso X y los Reyes Católicos, es más o menos constante tanto en el Reino de Castilla como en el de Aragón, donde se alza la poderosa figura de San Vicente Ferrer, en amparo de los judíos, tratando de que pueda cumplirse la doctrina de San Agustín, consistente en esperar pacientemente que nuestros sefardíes, mediante el ejemplo en la virtud de la caridad por parte de los cristianos, pudieran ver a Jesús como el verdadero Mesías, el Salvador a quien ya no es necesario esperar más, puesto que ya había llegado desde hacía varios siglos.

Pero, es evidente  -y así lo acredita la Historia en sus últimos descubrimientos-  que la máxima virtud cristiana, la del amor, no se produjo hacia aquellos compatriotas que albergaban otras convicciones en lo relativo a su fe en Dios. Es más, podría decirse, con la autoridad que proporcionan las fuentes más modernas, que sucedió lo contrario. Por razón de los más espurios intereses y fines materiales, la mayoría cristiana, especialmente la nobleza y también los reyes, utilizaron a la comunidad judía como simples “ocupantes”, otorgando a los mismos el “permiso de residencia”, a cambio del desempeño de los oficios por otra parte tan despreciados como altamente necesarios, no sólo a fin de sufragar las sucesivas guerras contra el Islam  -muy especialmente la última para la Conquista de Granada-  a través de las aportaciones financieras, algunas veces posiblemente traducidas en préstamos usurarios, pero no así en todas, sin olvidarse de que tal oficio, el de prestamistas, hubieron de desempeñarlo los judíos por prohibírseles, la mayor parte de las veces, ejercer ningún otro.

Mucho menos verdaderas, sino calumniosas, resultan la mayor parte de las acusaciones vertidas sobre nuestros judíos, tanto en el orden temporal como en el propiamente espiritual, siendo absolutamente falsas todas las más graves acusaciones. Todas ellas, fueron invenciones utilizadas en su contra, fruto de la inquina y del odio, que dieron lugar sucesivamente a crueles matanzas colectivas de judíos, aunque también sea cierto que los propios judíos decidieran “enrocarse” en su situación, puertas adentro de las juderías, practicando los mismos criterios de segregación, racial y religiosa, al margen de los llamados “judíos de Corte”, confortablemente instalados en riquezas y honores.

Pero, de la Sinagoga venimos los cristianos, como venimos de los Salmos del Rey David y como el canto gregoriano procede de la salmodia judía. Somos discípulos y seguidores de un Judío, el Mesías anunciado por los profetas de Israel, como asimismo hemos recibido la Fe a través, según las distintas partes del mundo, de otros Doce Judíos. Y por ello, como hoy suele decirse, el “gran reto” que a todos debe ocuparnos, no es ya solamente el de la unidad de los cristianos. De todos, tanto de los luteranos y ortodoxos, separados de Roma, como incluso del propio Islam, del que somos “primos hermanos”, a través de Ismael e Isaac y que tiene a “Isa”, el “hijo de Maryam”, como uno de sus Profetas más amados.

En todo caso, dogmas y creencias al margen, resulta evidente que el Mesías no vendrá a nosotros hasta que no llegue a lo más profundo del corazón humano entre la inmensa mayoría de las gentes que habitamos el Planeta. Porque ya Moisés ben Maimón  -un español del siglo XIII, había dicho: “Si no hay paz y amor, no creemos que el Mesías haya llegado.” Aunque, sin el menor ánimo de corregir nada menos que a Maimónides, también cabe pensar que el Mesías ya ha llegado, pese a que por la libertad ontológica de los hombres  -mucho más allá de la llamada “libertad política”-  no haya habido nunca paz y amor en el mundo. O bien, que se espera su llegada para que llegue a todo el orbe la cooperación, el auxilio mutuo y, con ello, la paz y el amor universales.

Lo de menos es ya la Declaración vaticana “Nostra Aetate”, de 28 de Octubre de 1965, en el marco del Concilio Vaticano II. Aunque también sea necesario, especialmente para todos los cristianos, no perderla de vista.

Pero, además de todo ello, el gran sueño de cuantos creemos en Jesús de Nazaret, y por tal motivo no podemos renunciar al Antiguo Testamento, ni a la Primera Alianza, sería también el del abrazo con nuestros hermanos mayores, los hijos de Israel, que para nosotros se ha transformado en La Iglesia. Y por ello también a mí me gustaría cantar, en torno a una Mesa, la misma canción que el actual Papa de Roma, Francisco, entonó, hace ya años, con la Comunidad judía en la Ciudad Eterna: “Hine ma tov umá naim shébet ajim gam iájad…i” La traducción me parece conmovedora: “¡Qué bueno es que los hermanos se sienten juntos!”.