A mi hermano Isaías.

No basta, lamentablemente, con actuar de forma moral ni con seguir, al pie de la letra, la más refinada “receta de cocina”, que nos diga con pelos y señales qué hacer y qué no hacer (qué agregar y qué omitir) para poder llegar a ganarnos una invitación al exclusivo banquete celestial y eterno.

Pero, ¿por qué lo anterior no basta?

La cuestión creo que es sencilla: toda receta de cocina, es letra muerta.

¿Y qué significa, exactamente, que lo sea?

La muerte es, entre otras muchas cosas, la restricción del ser y del vivir a un periodo muy concreto y específico. Es vivir, como lo hizo Beethoven, pero tan sólo dentro de nuestro planeta (no en ningún otro lugar) y de 1770 a 1827 (ni más ni menos); por lo tanto, el tiempo y el espacio digamos que son agentes o aliados esenciales de la muerte y de la vida terrena, ambas estas últimas en extremo restrictivas y limitantes. Y son justamente estas dos últimas características aquellas mismas que comparte toda receta de cocina con la muerte y la vida profana: la restricción (a una muy específica lista de ingredientes, por ejemplo) y la limitación al tiempo y al espacio específico en la que dicha receta fue escrita.

Pero, ¿qué podrían tener de malo semejantes restricciones y limitaciones?

Que la vida, siempre dinámica y cambiante, puede tornar no la esencia, pero sí las capas exteriores de aquella legendaria receta de cocina (proveída a nosotros por el mejor chef de toda la historia), en un conglomerado de garabatos sin sentido (sin sentido, por supuesto, para aquel que es ajeno a la cultura, lugar geográfico y/o a la época en la que dicha receta fue creada).

¿Y cómo es que podría suceder lo anterior en términos concretos?

La forma más sencilla de ejemplificarlo es si en tu receta se incluyen, por ejemplo, huevos de tiranosaurio, pero cuando tu delicioso platillo planea ser cocinado, resulta ser que aquella bestia gigantesca ya ha quedado extinta.

O supongamos que no, que el tiranosaurio sigue reinando la tierra, pero ahora ha surgido ya la gallina, y por alguna de esas misteriosas razones que esconde la naturaleza, resulta ser que el huevo de gallina (inexistente al momento en que fue creada la receta) es aún más sabroso y nutritivo que el de tiranosaurio. Ante semejantes circunstancias, tendríamos dos posibles caminos a seguir: el serle ciegamente fieles a la receta, o serle fieles a aquel espíritu de Verdad y de Vida que, en su momento, le dio vida a todo e incluso y nada menos que a la receta misma, lo que implicaría entonces producir el más exquisito platillo culinario posible (basado con bastante fidelidad, indudablemente, en aquella sublime receta), pero adaptando a la realidad actual no el fondo (eso nunca) pero sí algunos de los ingredientes de la misma, lo que en nuestro ejemplo se lograría no por medio de los dos huevos de tiranosaurio plasmados dentro de la letra muerta de la receta original, sino echando mano de tal vez unas dos veintenas de productos de nuestras mejores gallinas.

-Pero la receta divina dice que utilicemos dos y no cuarenta huevos, ¡hereje! ¡Además dice que deben ser de tiranosaurio, y no de gallina ni de ningún otro animal!

Ese, precisamente, es el peligro del dogma: el de seguir cocinando omelettes con huevos de dinosaurio cuando ya han surgido los deliciosos huevos de gallina (para continuar con nuestra analogía) y, por si fuera poco, condenar a la hoguera a todo aquel supuesto apóstata que se atreva a sustituir los “sacrosantos” huevos de tiranosaurio por otros mucho mejores que éstos en todo sentido (de forma muy similar a como las débiles, malévolas y falaces autoridades religiosas de la Judea del primer milenio, hicieron nada menos que en contra de su propio Mesías).

¿Y cómo evitamos caer en ese rígido e incluso peligroso dogmatismo, producto del aferrarse irracionalmente a la letra muerta de la ley antigua? ¿Burlándonos de ella y tirándola por completo a la basura, como si sus elevados preceptos fueran tan sólo un absurdo cúmulo de locuras inservibles, pertenecientes a un pasado lejano e incluso incivilizado?

Por supuesto que no.

Se logra, como bien lo declara con maestría insuperable el inigualable Cristo, amando directamente y mucho más al origen de la Ley que a la Ley misma, es decir, al Dios eterno, Omnisciente y Todopoderoso, del que proviene no sólo la Vida y la Verdad misma, sino también toda excelsa receta que pueda llegar a ser escrita.

Cuando se ama a Dios por encima de todas las cosas y con todas las fuerzas de nuestra mente, nuestro corazón y nuestra alma, la Ley más perfecta, la receta del platillo más sublime y delicioso que pueda concebirse, brotará milagrosamente y por añadidura de lo más profundo de nuestro interior, infestando así de frutos elevados y gloriosos (pues provienen no de uno mismo, sino directamente de Aquel merecedor de todo honor y de toda gloria) colmándonos, decía, no sólo a nuestro propio ser y a nuestra propia vida de semejantes bendiciones, sino también a las de todos los hermanos nuestros que nos rodeen (e incluso, por medio de nuestro ejemplo y de las tal vez limitadas recetas que logremos esbozar durante nuestra breve estancia en este mundo, a una o a varias de las generaciones futuras).