Un motivo literario constante, encontrado hacia el final de los evangelios, es aquel que describe a detalle la inmensa dificultad que los apóstoles y varios de los seguidores de Cristo (incluidas, inicialmente, las mujeres) encuentran para reconocer la identidad verdadera del Mesías resucitado.

La gente carente de fe, suele interpretar semejantes pasajes como un signo inequívoco de que los discípulos veían a Jesús, ya fallecido, en cualquier lado y en cualquier persona realmente viva y que pronunciara incluso una sola palabra que reflejara la más mínima similitud con el contenido del discurso del célebre maestro judío, pero una mirada menos deshonesta (y mucho más atenta) a los diversos escritos, nos señala justo lo contrario.

No es una fe desmesurada en Cristo (ni mucho menos un ciego y dañino fanatismo hacia su persona o hacia ellos mismos) lo que lleva a los apóstoles a creer que Jesús vive (que ha resucitado de entre los muertos), sino, precisamente, una cruda realidad innegable, francamente irrefutable.

Es ver al muerto (al mismo e indudablemente Jesús asesinado), respirando oxígeno y comiendo al lado suyo, aun con las brutales heridas de la crucifixión entre sus manos, lo que finalmente los lleva a todos ellos a tener que rendirse y reconocer así lo imposible: que su luminoso Mesías, como lo había temerariamente anunciado, en realidad ha vuelto a la vida.

Es entonces, curiosamente, la evidencia contundente (las pruebas empíricas) y no lo contrario, lo que a ellos (a diferencia de a nosotros, que nos mueve tan sólo la fe en semejantes aspectos) los llevó a dar incluso su propia vida (literalmente hablando) en defensa de lo que presenciaron: aquel milagro delirante y a la vez aterrador del que fueron testigos con sus propios ojos: ver a una persona ejecutada,de carne y hueso, dialogando tranquilamente con todos y cada uno de ellos.

Y es que la imposibilidad del milagro es más que suficiente para no creerlo, aun teniéndolo frente a nuestras propias narices.

Es entonces nuestro híper racionalismo y nuestraterquedad por aferrarnos no sólo al desánimo y a la tragediay a sus finales catastróficos, sino a la limitada visión de la realidad como la conocemos, una especie de venda que puede llegar sencillamente a alejarnos de la simple realidadmisma, al momento en que ésta se complazca caprichosamente en dar un giro inesperado de 180 grados (un giro milagroso e imposible, del tamaño que sea).