Viajamos al año 1582, a la fría y húmeda Inglaterra. En un imponente castillo ubicado en Sussex iba a tener lugar una peligrosa ceremonia. Eran malos tiempos para aquellos que querían abrazar el catolicismo, en la Inglaterra gobernada por Isabel I. A la dama del castillo de Arundel, la condesa Anne Howard, no le importaron las consecuencias que la conversión que iba a formalizar ante un sacerdote mariano le podrían acarrear.
Esta es la historia de una dama noble inglesa que vivió en la Inglaterra del siglo XVI, en la que las leyes contra los católicos eran rígidas e implacables. Había nacido en Carlisle, el 21 de marzo de 1557 como Anne Dacres. Era la primogénita de Thomas Dacres, cuarto barón de Glisland, y Elizabeth Leyburne de Cumbria.
Después de dar a luz a tres hijos más, el barón fallecía dejando a su esposa a cargo de Anne y sus tres hermanos. Poco tiempo después, Elizabeth de Cumbria volvía a contraer matrimonio y se convertía en la tercera esposa del duque de Norfolk, Thomas Howard.
El duque tenía hijos de sus anteriores matrimonios. Cuando obtuvo la tutela de los hijos de Elizabeth, dispuso que los hermanastros se casaran entre sí. Para Anne eligió a Phillip, conde de Surrey y futuro heredero del ducado de su padre.
La unión se concretó en 1569, cuando ambos eran aún dos niños de doce años, por lo que tuvieron que esperar varios años para convertirse en marido y mujer. El duque de Norfolk, que había pasado de ser su padrastro a ser su suegro, no veía con buenos ojos las inclinaciones católicas que tenía Anne.
La fe de su infancia
Desde pequeña, Anne había crecido con la fe católica, inculcada por su madre y su abuela. Esta, Lady Mounteagle, quien siempre tuvo en alta estima a su nieta, se dedicó en cuerpo y alma a hacer de ella una dama elegante y devota.
Henry Howard Norfolk, en su obra dedicada a sus ancestros, The Lives of Philip Howard, Earl of Arundel, and of Anne Dacres, His Wife, explicaba así a mediados del siglo XIX, la relación entre abuela y nieta:
«En primer lugar, por lo que entonces se preocupó por ella, siempre retuvo una buena opinión y propensión a la religión católica. En segundo lugar, una propensión a las obras de misericordia, y una aplicación particular a la curación de enfermedades, heridas y similares, en las que su abuela sobresalió. Y en tercer lugar, una afición particular por la Compañía de Jesús al escuchar a su abuela regocijarse y alabar a Dios para establecer una nueva Orden Religiosa ligada por un voto especial de obediencia al Papa de quien todos los herejes abjuraron entonces y se opusieron».
Lady Mounteagle mantenía las formas acudiendo al servicio protestante públicamente para oír en privado misa católica de la mano de un sacerdote.
Anne aprendió en su hogar a seguir los designios de Roma, ajenos a los cambios religiosos que se estaban realizando en Inglaterra.
Persecución
En 1558, cuando Anne era un bebé, fallecía María Tudor y subía al trono su hermanastra como Isabel I. Una de las primeras decisiones que tomó como soberana fue la aprobación de la Segunda Acta de Supremacía, en 1559. Recuperaba así las normas protestantes impulsadas por su padre, el rey Enrique VIII.
Los católicos sufrirían a partir de entonces un sinfín de restricciones, como no poder ocupar cargos públicos y, poco a poco, la tolerancia inicial de la reina fue mudando en persecución constante a quienes no querían renunciar a su fe. Cuando Anne y Phillip se casaron, convertidos en condes de Arundel, ella se mantuvo firme en sus creencias, aunque oficialmente era una dama protestante.
Los condes vivían felices en el castillo de Arundel, donde soñaban con formar una familia. Fue allí donde en 1582 decidió convertirse al catolicismo. Como explica Henry Howar,
«por la gracia de Dios, hizo el firme propósito de convertirse inmediatamente en miembro de la Iglesia Católica y única verdadera de Dios. Por haber encontrado a un grave y anciano sacerdote en el Reinado de la Reina María de feliz memoria, lo llevó en privado al Castillo de Arundel donde vivía en ese momento. Exigió mucho, y se cuidó mucho de que su reconciliación con la Iglesia y la reunión con el sacerdote a tal fin se hicieran con la mayor privacidad posible, y se mantuvieran tan férreos como fuera posible, ya que los tiempos comenzaban entonces a ser muy problemáticos».
Anne sabía que su decisión le iba a comportar problemas. Todas sus damas eran protestantes, por lo que ya en su propio hogar recibiría un rechazo directo.
Las represalias
La noticia corrió como la pólvora y llegó hasta las estancias del palacio de la reina. Isabel I, indignada por la decisión de una persona de la nobleza tan ilustre como la condesa de Arundel, mandó ponerla bajo arresto domiciliario en casa del político Sir Thomas Shirley.
Por aquel entonces estaba embarazada de su primer hijo, algo que no debió importar a la reina. Anne dio a luz a Elizabeth en su reclusión, sin que su marido pudiera estar a su lado. En 1584 fue liberada y se reencontró con Phillip quien, sin dudarlo, decidió seguir los mismos pasos que su esposa.
Y de nuevo la reina, indignada por tamaña osadía, ordenó el arresto domiciliario del conde. Phillip no estaba dispuesto a cumplir su condena y decidió huir. Una huida fallida que le llevó a terminar sus días en la Torre de Londres, donde fallecería en 1595. Mientras, había nacido su segundo hijo, Thomas Howard.
Anne y Phillip no pudieron disfrutar de una vida familiar. Su decisión de ser fieles y consecuentes con su fe católica en la Inglaterra protestante de Isabel I, destrozaría sus vidas.
Bienes confiscados
«Después de la condena del conde, su esposo – continúa su relato Henry Howard –, todos sus bienes fueron confiscados por orden de la reina; no le dejaron nada más que las camas en las que ella y algunos sirvientes podían descansar, y esas solo las pudieron disfrutar por un tiempo».
No contenta con haber recluido a Anne y a su marido, «la reina le ocultó durante mucho tiempo una gran parte de su herencia con pretextos de fuga, y al final, para obtenerlos todos se vio obligada a pagar en concepto de compensación casi 10.000 libras».
Anne no se arrepintió nunca de su decisión. A la muerte de su marido hizo voto de castidad y se volcó en sacar adelante a sus hijos. Ahogada en deudas y sin las posesiones que le pertenecían, la reina se lo había arrebatado prácticamente todo, luchó sin descanso hasta conseguir recuperar lo que era suyo.
Anne Howard terminó sus días en Carlisle realizando obras de caridad, apoyando a la causa católica, ayudando a religiosos y llevando una vida sencilla, sin renunciar nunca al catolicismo. Tras su muerte, el 19 de abril de 1630, su cuerpo fue enterrado en el castillo de Arundel.
Isabel I de Inglaterra no pudo alcanzar su objetivo. La fe de Anne fue más fuerte que cualquier poder terrenal.