A mi querido amigo Octavio, por motivo de su cumpleaños.

La envidia es una muletilla psicológica que sirve para ahorrarnos la fatiga de admirar a quien admiración merece. Cuando reconocemos la virtud del prójimo, automáticamente se le convierte a éste en nuestro modelo a seguir (es decir, en alguien al que debo o debería de imitar). Si soy obeso (como de hecho lo soy) y conozco a una persona sana, delgada y que cuida su alimentación, tengo tan sólo tres opciones frente a mí: admirarlo, adularlo o envidiarlo. El admirarlo irremediablemente implica querer ser como él, aprender de él, tornarme en su aprendiz, imitarlo, etc., de tal manera que, de forma eventual, logre yo también combatir mi obesidad con un éxito similar al de mi modelo a seguir. Pero cuidado: al admirar a alguien y fracasar en el intento de lograr ser como él, nuestro modelo a seguir ahora se torna, también de forma automática, en un severo juez que me recuerda en silencio lo obeso que estoy, y el problema con ello es que, como es natural que fracasemos no una sino varias veces antes de poder alcanzar un objetivo positivo, tengo garantizado que el admirar a alguien me conllevará un alto costo emocional, una continua y amarga frustración a corto y a mediano plazo, aunque a la larga mi escrupuloso, paciente y diligente esfuerzo se torne en un fecundo cúmulo de frutos dulces, muy dulces. Otra de las opciones, entonces, es la adulación. Al respecto podemos recordar que el genio protestante, Johann Sebastian Bach, no dudaba en demostrar públicamente su genuino repudio hacia sus pusilánimes aduladores, pues el adulador no admira, sino que, nuevamente, se autoengaña con un barato truco mental colocando al sujeto de su adulación en una liga distinta a la suya: «lo que pasa, querido Bach, es que tú eres un genio, poseedor de un bestial talento desde tu más remota infancia. Si yo tuviera siquiera la mitad de tu talento, sería diez veces mejor que tú», piensa el cobarde adulador. De ahí a que la respuesta invariable del gran genio de Eisenach ante semejantes mediocres de las artes musicales fuera el decirles: «el que quiera dar los frutos que yo doy, que empiece por trabajar como yo trabajo». El envidioso, sin embargo, opta por el truco más malévolo y destructivo de todos: él simplemente niega la genialidad de Bach, tonta, cínica y descaradamente. El problema del envidioso es que, al satanizar los sublimes y celestiales frutos de Bach, automáticamente niega también sus sarmientos, sus ramas, su tronco y sus raíces. ¿Qué significa lo anterior? Que cuando niego los buenos resultados de una persona delgada, para retornar a mi ejemplo inicial, niego también sus buenos hábitos alimenticios, es decir, aquellas acciones que lo llevaron y lo siguen llevando a estar delgado y saludable. Entonces invierto por completo y para mis adentros la realidad de las cosas, pues al hombre sano lo llamo enfermo, y a mí, el enfermo (el clínicamente obeso) lo llamo sano (es decir, el individuo saludable es, para mi enfermizo y distorsionado modo de ver las cosas, un “flaco frígido, un insípido que no disfruta la vida, un vanidoso, una persona superflua y tonta que sólo se preocupa por el cascarón y no por la esencia, un enfermo anoréxico o bulímico”, etc., mientras que yo, el enfermo, soy supuestamente todo lo contrario: una persona “sana, con un alta autoestima, valiente, que se acepta como es y sin miedo al qué dirán”, etc.) Y como decía, si satanizo al flaco, pues entonces satanizo también el comer de forma balanceada (es decir, el imitarlo), por lo que el alimentarme de forma saludable sería entonces traicionarme a mí mismo, girar dramáticamente al lado oscuro y convertirme en un ser tan «presumido y despreciable» como el sujeto de mi envidia. En conclusión, el antídoto en contra de la malevolencia de la adulación y de la envidia, es nada menos que la admiración hacia aquel que merece ser admirado (y no olvidemos que, hasta el más pequeño y diminuto de los seres humanos, incluso el más malvado y/o estúpido, contiene al menos un granito de virtud, mismo que puede y merece ser genuinamente admirado y reconocido por todos y cada uno de nosotros).