La Iglesia catacúmbica sobrevive bajo tierra. No se la ve. No aparece en los medios. Se la creía extinguida. Existe. Arriba hay cenizas, abajo brasas.
En toda América Latina reverdece la solidaridad en las comunidades eclesiales de base. Es la Iglesia de los pobres del Concilio Vaticano II y de la Teología de la liberación. Hace dos mil años los cristianos leen la Parábola del Buen Samaritano (Lucas 10, 29-37). En Chile las ha activado la revuelta social de octubre y la pandemia del Covid-19.
Son mujeres que paran ollas comunes. Se han puesto el delantal, guantes en las manos, mascarillas en la cara y mallas en la cabeza, y guisan a lo largo de la mañana para cualquiera que a mediodía llegue con hambre. Son hombres que pelan papas. Llevan raciones a los contagiados. “Hoy carbonada”, anuncia por el whatsapp una religiosa. Ayer fue “arroz con pollo”. “Mañana habrá lentejitas”, me avisan. Trabajan largas horas. Hacen turnos.
¿De dónde sacan dinero para tanto gasto? De sus propios bolsillos en primer lugar. Los pobres ayudan a los pobres, nada nuevo. Pero también gente que tiene recursos ha comenzado a dar generosamente. Unos ponen $1.350 (que vale un kilo de pan). Otros, $200.000 (148 kilos). Tipo 17:30 se distribuye el pan-nuestro-de-cada-día: un kilo de pan por familia. El pan viene quemante, recién salido. Las comunidades apoyan con gas para calentar la comida, con parafina para entibiar a los ancianos. Si no les alcanza el dinero, van a las ferias por si los feriantes les convidan verduras.
Esta es la Iglesia catacúmbica. No hace declaraciones de amor. Ama, y punto. Es una Iglesia de personas que no buscan aplausos. Les importa poco la vida eterna. Sus penas, son las penas de otros. Sus alegrías, las de los demás. Arriesgan sus vidas y las de sus familias, se cuidan justo y lo suficiente. Son héroes, heroínas y podrían terminar de mártires. Habitan las catacumbas con velas de esperanza.
Los domingos por la tarde, ya a oscuras, se reúnen para rezar. Se comunican por el Meet de Google a través de sus celulares. No tienen misa porque les da lata ver a un cura comer solo. Pero no les falta lo principal: recordar al Jesús entregado por completo a anunciar el Evangelio a los pobres. No comulgan con hostias. Lo hacen con las palabras con que Jesús multiplicó los panes y los peces. Rezan, se arrepienten de su egoísmo, piden por los enfermos, recuerdan a sus muertos, comparten su agobio, lloran y organizan rifas para solventar la sepultura de un amigo del pasaje al que lo mató el famoso virus.
¿Dónde está la Iglesia? Se pregunta tanta gente. Se podría averiguar en el portal de la Iglesia en Chile. En todas las diócesis hay en estos momentos valiosas iniciativas de generosidad. Parroquias, capillas y sedes se han organizado para abrir ollas y fabricar canastas. Hay casas de retiro reorganizadas en residencias sanitarias y otras obras de caridad.
Pero, ¿dónde está la Iglesia? Se pregunta la gente común para referirse a las autoridades eclesiásticas. No lo saben los cristianos desinformados de estas actividades o personas que echan de menos a la generación de obispos liderados por el Cardenal Silva Henríquez. Si hoy por hoy lo que ocurre en la realidad no aparece en los medios, cabe preguntarse qué pasa. ¿Los medios tienen censurados a los obispos o los obispos evitan las cámaras?
Se podría pensar que si la Iglesia habita en las catacumbas, comparte sus bienes, reza y canta como los primeros cristianos, no hay de qué preocuparse. El problema es que estos cristianos habitan galerías no conectadas unas con otras. Si nadie las representa, nunca sabrán qué las une. La representación de la unidad es fundamental en todas las organizaciones sociales y políticas. Las personas que pertenecen a estas necesitan ver a sus autoridades, enterarse de que comparten sus preocupaciones, que se las confirma en sus iniciativas y que se las cuida. En la Iglesia chilena de hoy los cristianos tendrían que poder reconocer los rostros y saber los nombres de sus obispos, y comprobar que los anima un mismo espíritu y una misma misión.