A mi madre, con amor
No cabe la menor duda de que, incluso dos milenios después de la llegada al mundo del Cristo, nos sigue resultando considerablemente polémica no sólo su injusta muerte de cruz, sino algunas de sus ideas y aun su naturaleza misma, considerada tanto humana como divina por la mayoría de sus seguidores, y sólo lo segundo por la mayoría de sus detractores.
Pero hagamos a un lado toda controversia milenaria, especialmente de origen teológico, e intentemos reflexionar sobre nuestras posturas personales, pero muy en particular sin hacer hincapié en las cosas de las que estamos a favor, sino más bien en contra de qué cosas nos encontramos, es decir, como enemigo de quiénes o de qué nos colocan, de manera consecuente y un tanto inevitable, nuestros muy particulares sistemas de fe y de pensamiento.
Lo que quiero decir es que, cuando lo que yo creo me convierte consecuentemente en un acérrimo enemigo de Hitler, de Stalin, de Mao y de todos los demás genocidas de la historia, es en extremo probable que me encuentre transitando por la ruta correcta (así de sencillo).
Pero si, por el contrario, mis creencias y mis ideas me llevan a convertirme en un enemigo frontal de alguien como el Cristo y de toda su respectiva doctrina (expuesta de forma bastante clara a lo largo y ancho de todo el Nuevo Testamento), significa que es en extremo probable que algo en realidad no ande del todo bien (por decir lo menos) en relación con mi muy particular manera de pensar.
Es justo por lo anterior que, ante la duda de algunos (fomentada tal vez debido a las añejas tradiciones de sus padres, o posiblemente a la modernidad racionalista e ilustrada, y/o a la posmodernidad relativista, globalista y contemporánea), la milagrosa sabiduría mostrada por Gamaliel (aquel célebre fariseo y doctor de la ley de tiempos de Jesús), manifestada de forma magistral dentro del capítulo trigésimo cuarto de los Hechos de los apóstoles del gran Lucas, es, si tal vez no la postura idónea, sí una sumamente correcta a tomar en relación con la milagrosa y enigmática existencia del Mesías prometido (muy en especial desde un punto de vista netamente racionalista), debido a que esta visión, lejos de enemistarnos con los enormes caudales de luz de los cuáles sin duda provee la palabra santa del Cristo y de sus diversos apóstoles, nos coloca en una actitud de apertura mental así como profundamente contemplativa ante la objetiva y enorme trascendencia moral que claramente conllevan semejantes principios éticos y metafísicos (es decir, aquellos sostenidos por el propio Cristo).
Pero si, por otro lado, tomo la tan fallida postura (tal vez con las nobles intenciones de no convertirme en un despreciable tibio) de condenar directamente al Cristo como a un farsante y/o a un genuino agente de inmoralidad y/o de malevolencia, irremediablemente habré caído en las peligrosas garras de una enemistad mucho más que inconveniente (en el laberinto sin fin de un juego macabro, que me llevará a la perdición que implica el tener que considerar al blanco negro y al negro blanco; al amor como odio y al odio como amor, al cielo como al infierno y a los tétricos avernos como al paraíso eterno).
En muy pocas palabras, no es simultáneamente posible el autoproclamarse como un enemigo del Cristo y un amigo de la Verdad, sea ésta del tipo que sea (incluso aquella que podemos encontrar dentro de un orden cognitivo netamente racionalista y/o empírico positivista), siendo, entonces, aquel que es de la Verdad, no sólo automáticamente un amigo del Cristo, sino además un fiel seguidor de su palabra y de todo lo que tanto ésta como él representan, ¿o en realidad hay alguien que en su sano juicio considere que no son el amor, la justicia y la verdad el camino a la salvación de todo tipo, sino que lo son el odio, la injusticia y la mentira?
Por lo tanto, aquel que es de la Verdad (sea un sacerdote, un pastor, un rabino, un imam, un liberal, un profesor, un maestro, un empresario, un político, un artista, un científico, un barrendero, un filósofo, un albañil o un simple mendigo), es irremediablemente un soldado del ejército del Cristo, sea éste del credo, de la ideología y/o de la religión que sea, como bien lo sostiene el impecable Evangelio de San Juan.