Albert Einstein dijo en cierta oportunidad que: “sólo existen dos maneras de vivir la vida: una es como si nada fuese un milagro, y la otra, como si todo lo fuera”. De hecho, la ciencia actual está inclinándose a considerar que la existencia del universo es en sí misma un milagro.
Así se pronunció el periodista de ciencia Fred Heeren sobre el particular: “Me resulta muy difícil creer que alguna vez en el pasado haya ocurrido un milagro. Con todo, aquí estamos, pruebas vivientes de que, de algún modo en el pasado, todo tuvo que haber salido de la nada… y no hay medio natural de que algo así ocurra… Esto me coloca en algo así como un dilema. Por un lado, no creo en milagros, pero por el otro todo el universo es al parecer un milagro enorme e indescriptible”. Y su colega Lee Strobel, después de entrevistar a algunos de los más prestigiosos científicos de diversas especialidades sobre el origen y funcionamiento del universo, concluía que: “El funcionamiento cotidiano del universo es, en sí mismo, una clase de milagro continuo”.
Pero en estricto rigor, la noción de milagro suele hacer referencia únicamente a aquellas situaciones en las cuales las leyes habituales y el curso normal de la naturaleza se ven súbita, evidente y felizmente interrumpidos, dando lugar a acontecimientos en los cuales se vislumbra la benéfica y precisa intervención de fuerzas sobrenaturales incomprensibles e inexplicables para la ciencia humana.
Y la verdad es que el simple hecho de dar por sentada la existencia de Dios abre la puerta a los milagros. Por eso es que no se entiende el que un creyente en Dios como el paleontólogo jesuita Pierre Theilhard de Chardin haya pronunciado el siguiente exabrupto: “Yo creo, a pesar de los milagros”. Así de predispuesto hacia los milagros se encontraba gracias a los resabios de la ciencia que no captó la contradicción lógica en que incurría al hacer esta declaración, dando a entender con ella que los milagros obraban en contra de la creencia en Dios. Aunque tal vez su predisposición hacia los milagros tenga fundamento como una comprensible reacción contra el censurable, vergonzoso y en gran medida supersticioso “milagrerismo” en que han caído amplios sectores de la iglesia actual, tanto del catolicismo carismático como del protestantismo pentecostal por igual, al desplegar de forma sistemática y ostentosa una oferta de “milagros a la carta” mediante puestas en escena tipo espectáculo por medio de las cuales pretenden divulgar el evangelio de una manera más eficaz.
La teología liberal con su racionalismo exacerbado y su devoción desmedida a una ciencia naturalista que negaba de plano la posibilidad de lo sobrenatural contribuyó a desterrar al milagro del campo de la fe, pasando por alto lo declarado por Goethe en el sentido de que el milagro es “el hijo predilecto de la fe”.
Así, pues, en la controversia alrededor de los milagros y su posibilidad las posturas suelen radicalizarse en dos extremos: por un lado, los que niegan de plano la posibilidad de los milagros, entre quienes se encuentran, obviamente, los ateos pero también, ¡quién lo creyera! un amplio número de teólogos liberales. Y por el otro los que sostienen que estos son un asunto de todos los días, como sucede con las iglesias ultra pentecostales y carismáticas. Extremos ambos que deben ser evitados.
Robert C. Newman nos ilustra sobre un par de posturas de centro que existen entre estos dos extremos. Identifica en primer lugar -muy cerca a los ateos y a los teólogos liberales- a quienes creen que Dios intervino de manera milagrosa en la creación del universo únicamente, pero niegan cualquier otra intervención milagrosa de su parte en la historia de la humanidad (estos son comúnmente llamados “deístas”). Y por último ubica -muy cerca a pentecostales y carismáticos- a quienes sostienen que Dios intervino milagrosamente en la creación, al comienzo de la historia, y en la redención, en medio de la historia, pero se abstienen de convertir los milagros en algo habitual en la vida cristiana
Sea como fuere y teniendo en cuenta que el milagro se define comúnmente como un suceso que se sale de lo habitual, de lo regular, de lo comprensible y que no puede explicarse por referencia a los procesos naturales ya conocidos y establecidos por la ciencia, sino que apunta a lo sobrenatural; debemos sostener que uno de los rasgos que caracteriza al milagro es su carácter extraordinario
Asimismo, todos estaremos de acuerdo en que lo maravilloso y lo extraordinario únicamente puede distinguirse y valorarse por el contraste que brinda contra el trasfondo de lo que es común u ordinario. Por eso H. Butterfield decía que: “Si no hubiera regularidad en la función ordinaria del universo, carecerían de significado hasta los milagros cristianos”.
Así, pues, los milagros, con todo y ser una posibilidad siempre abierta en el marco de la fe cristiana, no pueden nunca llegar a ser el pan de todos los días. Porque el milagro deja de ser milagro si se convierte en algo cotidiano. No es deseable, entonces, que el milagro se convierta en algo de todos los días en la vida cristiana, no sólo porque perdería una de sus características más propias, sino también porque los seres humanos necesitamos de leyes naturales estables y regulares como trasfondo que no sólo nos sirva de contraste para identificar la ocurrencia de un milagro, sino también para poder desarrollar nuestras actividades cotidianas con un buen margen de seguridad y confianza que nos permita saber a qué atenernos.
C. S. Lewis lo expresó bien: “La teología dice en efecto: «Admite a Dios y con Él el riesgo de unos pocos milagros y yo, a cambio, ratificaré tu confianza en una uniformidad con respecto a la aplastante mayoría de los acontecimientos»… La alternativa es en realidad mucho peor… Por pedir demasiado, no consigues nada… La teología nos ofrece un compromiso satisfactorio que deja al científico en libertad para continuar sus experimentos y al cristiano para continuar sus oraciones”.
La responsabilidad de los creyentes y de los predicadores con especialidad no es, entonces, garantizar milagros en nombre de Dios, sino proclamar su verdad sin temor alguno, dejando a criterio divino el hacer los milagros requeridos para confirmar el mensaje. Porque si admitimos la existencia de Dios éste debe ser soberano[1] por simple definición. Y si Dios es soberano eso significa que su voluntad no está sujeta ni al deseo ni a la voluntad humana, por lo que nadie puede prometer milagros en su nombre sin exponerse, ya sea al ridículo o peor todavía: a frustrar dolorosamente las expectativas de quienes colocan en ellos su esperanza de manera crédula.
Adicionalmente, el abuso por parte de la iglesia del recurso a los milagros puede llevarla a fomentar inadvertidamente actitudes condenables e inadmisibles en los creyentes, tales como poner a prueba a Dios, como lo hacían de manera desafiante, deshonesta y prejuiciosa los fariseos de la época del Señor Jesucristo, quienes demandaban continuamente de Él señales milagrosas como si no hubiera llevado a cabo suficientes durante su ministerio público, tratando de forzarlo a desplegar su poder para brindarles un espectáculo personal, pero sin que tuvieran nunca la intención de reconocer bajo ninguna circunstancia los legítimos derechos del Señor sobre sus propias vidas, ni mucho menos someterse humildemente a su señorío.
Es significativo que Jesucristo no cayera de ningún modo en este juego sino que, más bien, se haya negado a hacer algún milagro para ellos reprendiéndolos de paso con estas palabras: “Esta generación malvada y adúltera busca una señal milagrosa, pero no se le dará más señal que la de Jonás.» Entonces Jesús los dejó y se fue” (Mt. 16:4).
John Piper es solemne y concluyente en cuanto a las actitudes equivocadas y condenables al requerir milagros: “Buscar señales de Dios es ‘perverso y adúltero’ cuando la demanda de evidencias viene de un corazón rebelde que simplemente quiere ocultar que es reticente a creer”. No podemos olvidar, además, lo dicho por Martín Lutero con todo el peso de la razón de su lado: “Dios no hará milagro alguno, mientras el asunto pueda resolverse mediante otros bienes otorgados por él”.
En efecto, la iglesia no debe recurrir a los milagros como su primera opción para resolver sus problemas ni apelar a explicaciones milagrosas para dar cuenta de eventos que tienen explicaciones naturales. Pero, de igual modo, quienes rechazan los milagros no deben descartarlos cuando se encuentran frente a sucesos extraordinarios que no pueden ser explicados por ningún medio natural. Porque en estos casos adquiere plena vigencia la afirmación de Charles Colson: “Hay circunstancias en que es más racional aceptar una explicación sobrenatural y es irracional ofrecer una explicación natural”. Por último, no sobra una advertencia.
Finalmente, la ocurrencia de milagros o de episodios que tengan toda la apariencia de tales no es de ningún modo garantía de contar con el respaldo o tan siquiera la aprobación de Dios, como lo demuestra inequívocamente lo dicho por el Señor a quienes presumían de haber hecho milagros en su nombre: “Muchos me dirán en aquel día: ‘Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios e hicimos muchos milagros?’ Entonces les diré claramente: ‘Jamás los conocí. ¡Aléjense de mí, hacedores de maldad!’” (Mt. 7:22-23)
[1] Que ejerce o posee la autoridad suprema o independiente