Hay quienes califican los milagros de Jesús como creaciones de la Iglesia primitiva; otros, escépticos, que fueron hechos imposibles. Sin embargo, los evangelistas presentan a Nuestro Señor Jesucristo como un taumaturgo omnipotente que, con su voz, modificaba las leyes más inmutables de la naturaleza, curaba todo tipo de enfermedades, los demonios huían de su presencia. Los eventos milagrosos relatados a lo largo de los Santos Evangelios muestran acontecimientos absolutamente únicos en la Historia.
Los profetas del Antiguo Testamento anunciaban la figura del Divino Salvador del mundo realizando numerosos y portentosos signos o milagros que serían la garantía de autenticidad, de encontrarse ante el Mesías Redentor. Bien nos relata el evangelista San Mateo: «Jesús recorría toda Galilea… proclamando el evangelio del reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo» (Mt 4, 23).
De sus numerosos milagros, los evangelistas relatan de forma detallada unos 41 realizados durante su vida pública; sin embargo, el número de los mismos es incalculable. Presenciados por numerosos testigos, tanto amigos como enemigos; a tal punto que, de entre estos últimos, «los fariseos se confabularon con los herodianos para acabar con él» (Mc 3, 6).
Esos prodigios, hechos extraordinarios que deslumbraban, fueron actos de fuerza que demostraban un poder superior al ser ejecutados, signos que demostraban su misión divina.
Eran milagros realizados de forma directa sobre la naturaleza, como fue la transformación del agua en vino en las bodas de Caná, el caminar sobre las aguas o el calmar la tempestad. Eran las expulsiones de demonios que son calificadas como curaciones sobrenaturales. Para algunos autores la expulsión de los vendedores del templo o el frustrar los proyectos homicidas de los habitantes de Nazaret, también lo fueron. Eran los portentosos momentos de resucitar muertos, como el caso de Lázaro. Pero los evangelistas reservan más espacio a la curación de las más variadas enfermedades: ceguera, sordera, mudez, parálisis, lepra y otras.
Nunca el mundo había sido testigo de obras tan prodigiosas que solo podrían salir de la voluntad misericordiosa de Nuestro Señor Jesucristo. Por eso la fama del suceso se divulgó por toda la región: «Nunca se ha visto en Israel cosa igual» (Mt 9, 33). «Todos los que sufrían algo se le echaban encima para tocarlo» (Mc 3, 10). «Hace oír a los sordos y hablar a los mudos» (Mc 7, 37).
San Mateo es el evangelista que ofrece, en sus capítulos 8 y 9, un amplio ciclo de milagros, colocándolos de forma cronológica como si fuera una colección. San Marcos los tiene casi todos, los que no presenta están en el Evangelio de San Lucas.
Son considerados corrientemente como pruebas del poder divino de Jesús, si bien que los evangelistas los presentan en relación directa de su predicación, como sello de la autenticidad de sus palabras.
Destacados autores, por sus conocimientos históricos, bíblicos y especial sabiduría, destacan su verosimilitud en las narraciones –sobrias y garantizadas por testigos dignos de fe– de hechos tan extraordinarios que demostraban su prodigiosa acción sanadora: un ciego de nacimiento al que le devuelve la vista (Jn 9, 1-40) o de un paralítico de todos conocido que le ordena, «levántate, toma tu camilla y vete a tu casa» (Mt 9, 6). Acentúan, también, que los medios utilizados por Jesús: saliva, imposición de manos o tocar, una palabra, una orden, una mera indicación, no tienen virtudes curativas especiales.
Los críticos de siempre, los que no creen en nada, argumentan que es el poder de la sugestión. A estos les responden, simplemente, que la sugestión no puede curar enfermedades de órganos. Más aún que la ceguera, sordera o mudez, entre varias, ni que hablar de la lepra, no eran enfermedades de tipo nervioso. Los racionalistas interpretaban los exorcismos, las expulsiones de los demonios, como curaciones de enfermedades de tipo nervioso. Por más que algunos hayan presentado señales de epilepsia, no descarta que estuvieran poseídos por el Demonio.
Cuando nos deleitamos leyendo en los Santos Evangelios esos singulares momentos, vemos más la bondad de Jesús que el demostrar su poder mesiánico. Buscaba ejercer su caridad para con los que se le acercaban pidiendo auxilio para ser curados: «Si quieres puedes limpiarme» (Mc 1, 40), «haced que vea» (Mc 10, 51). Todos los milagros procedían de su corazón amoroso, nunca realizó un signo o prodigio que lastimase a nadie.
Su misericordia aparecía junto a su mesianismo, quedando demostrada su condición divina, la presencia del Mesías prometido, el Redentor del mundo, el Hijo de Dios hecho hombre.
Bueno es destacar que nunca hizo un milagro para sí mismo. No aceptó cuando tenía hambre convertir las piedras en pan (Mc 4, 3); cuando tenía sed, frente al pozo de Jacob, solicitó a la samaritana (Jn 4, 7); cuando el malvado Herodes le exige que haga algún signo, le responde con el silencio.
En resumen, se podría decir que todos estos portentos tuvieron la finalidad de «que crean que tú me has enviado» (Jn 11, 42). Como bien nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: «Jesús acompaña sus palabras con numerosos milagros, prodigios y signos que manifiestan que el Reino está presente en Él. Ellos atestiguan que Jesús es el Mesías» (547).
Pero, Jesús exigía la fe, una confianza y un abandonarse en su poder curativo: «Viendo la fe que tenían» (Mc 2, 5); en donde no encontraba fe, no podía curar (Mt 13, 58). La fe es un acto de humildad al que el pueblo elegido se resistía: «Tiene dentro a Belzebú y expulsa los demonios con el poder del jefe de los demonios» (Mc 3, 22). Mismo los apóstoles fueron tardos en creer, aun después de la Resurrección. Muchos lo seguían después de los milagros que veían: «Me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros» (Jn 6, 26), pero no se postraban en tierra para reconocerlo como Dios y Señor.
El factor fe es indispensable. Como recordaba San Juan Pablo II en una de sus catequesis (16-12-1987): «La fe precede al milagro, más aún, es condición para que se realice; la fe constituye un efecto del milagro, bien porque el milagro mismo la provoca en el alma de quienes lo han recibido, bien porque han sido testigos de él».
«¡Ánimo, hija! Tu fe te ha salvado», le dice a la hemorroísa (Mt 9, 22); «Tu fe te ha salvado», le responde al ciego de Jericó (Mc 10, 52). Jesús, cuando ve la fe, realiza el milagro.
«Muchas otras señales hizo Jesús en presencia de los discípulos –nos relata el evangelista San Juan– que no están escritas en este libro; y estas fueron escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre» (Jn 20, 30-31).