Exagero, seguramente, con el título del presente artículo, pero lo que sí puedo garantizar es que el término al que dedicaré el mismo (es decir, el concepto de sustracción de menores) es, cuando menos, uno de los más peligrosos y repugnantes eufemismos del siglo (una manera lexicológica vil y falaz de diluir la verdadera atrocidad que representa semejante crimen).

Y dicho eufemismo, ¿qué concepto, exactamente, pretende sustituir de forma más bien moralmente corrupta? El concepto de secuestro. No sólo no es moral que yo prive a una ex esposa o ex pareja mía de ver a sus propios hijos, sino que es altamente criminal (pues, ¿no es mucho más que lógico llamar secuestro a cuando una madre no puede ni siquiera llamar por teléfono a su propio hijo por capricho y/o malevolencia de su secuestradora ex pareja?).

Que un padre o una madre, por la mera y viciosa voluntad del cónyuge contrario, como recién lo mencionaba, no pueda ver ni hablar ni convivir en absoluto con su propio y menor hijo y, por si fuera poco, que la justicia no considere semejantes acciones como altamente punibles, es un disparate saturado de las más elevadas dosis de estupidez y de malevolencia que podamos encontrar a lo largo de la historia.

La sustracción de menores, en el excepcional o quasi milagroso caso de que la justicia llegue a castigarla «como es debido», suele penarse con un máximo de 5 años de cárcel en contra del infame «sustractor» (secuestrador, más bien dicho), lo que nuevamente es estúpido y malévolo sobremanera.

Por principio de cuentas, la figura correcta, fuera de perfumados y nauseabundos eufemismos, debe ser la de secuestro agravado por el vínculo (agravado, no atenuado), en vez de el de “sustracción de menores”, pues la devastación psicológica que indudablemente sufre toda víctima de secuestro, es naturalmente inmensa, por lo tanto, si semejante devastación se la ocasiono deliberadamente nada menos que a un vulnerable menor, al que, además de todo, yo debería de proteger de todo peligro incluso con mi propia vida (es decir, si tan terrible daño se lo provoco nada menos que a mi propio hijo), el crimen lógicamente se torna en el tipo de secuestro más grave y diabólico que pueda existir (y, por lo tanto, en el tipo de secuestro al que mayores y más duras penas debieran aplicarse), aunque en la actualidad, con inmensa ineptitud, una enorme cantidad de poderes legislativos alrededor del mundo ignoren dichos hechos, lo que tristemente nos habla de una cultura global profundamente enferma y/o estúpida (en el menos grave de los casos).

Los derechos de un padre o de una madre deberían llegar al extremo de que, incluso en caso de que dicho individuo se encontrara justamente recluido en la cárcel por haber cometido un crimen atroz, el tutor de sus hijos estuviera obligado a que los niños lo visitaran en la prisión periódica e incluso frecuentemente (aunque fuera siquiera por teléfono y/o videollamada, en caso de imposibilidad por distanciamiento geográfico), pues la ingrata negación de nuestro origen genético, especialmente cuando dicho progenitor no ha renunciado a su derecho de seguir siendo nuestro padre, es la receta perfecta para el desastre, para la alienación perpetua en contra de una parte esencial de nosotros mismos, por más claroscuros que dicho origen (es decir, que nuestros propios padres) puedan llegar a poseer.

No sólo ninguno de nosotros somos perfectos, sino que, lógicamente, ninguno de nuestros progenitores tampoco lo es, pero ello no nos da derecho, ni a sus hijos ni tampoco a la pareja o ex pareja del mismo, a convertirnos en sus severos jueces, y emitir condena en contra de aquel que sólo por voluntad propia podría renunciar no sólo a su paternidad en sí, sino a la íntima, nutrida y constante convivencia con sus propios y menores hijos.

Este es uno de los aspectos centrales (sino el central) que tiene en la lona al matrimonio contemporáneo dentro de todo el occidente; que tiene rayando el sol a los índices de divorcio y de familias brutalmente desintegradas (especialmente con la ausencia total de una figura paterna), pues convertir con éxito al cónyuge contrario en una especie de cajero automático gracias a la simple decisión de abandonarlo y secuestrarle a sus hijos, sin que ello me prive de ningún bien material ni de ningún tiempo considerable de convivencia para con mi propia prole, es lógicamente un poderoso incentivo para que los cónyuges más perversos e inmorales opten errada (aunque convenencieramente) por la desintegración de sus propias y respectivas familias y, con ello, nada menos que por la inmoral destrucción de la psique de sus propios hijos.