El Vaticano ha anunciado esta mañana, poco después de las 10.30, la muerte de Joseph Ratzinger. Tenía 95 años y llevaba años apagándose, como advirtió en una carta pública en 2016. Pero Benedicto XVI, el pontífice que acometió la mayor revolución formal de la Iglesia en la era moderna, ya se había ido una vez. El primer papa emérito de la historia moderna vivía desde 2013 en el convento de monjas Mater Ecclesiae, a escasos centenares de metros del papa Francisco. Ambos vestían prácticamente igual y ostentaron el mismo título, pero él lo hacía retirado de la vida pública, en silencio y solo visible cuando salía a dar un paseo por los jardines del Vaticano. Así lo había prometido el 11 de febrero de 2013, al dar el paso a un lado más trascendente que se recuerda en la historia de la Santa Sede (habían pasado siete siglos desde la última decisión parecida). Una revuelta cultural y teológica, pese a su merecida fama de conservador, que conformará su gran legado a la historia de la Iglesia y marcará definitivamente la manera en que los papas deberán concebir ya sus pontificados.
Los avisos sobre su estado de salud habían llegado por capítulos en los últimos años. Esta vez, el primero en advertir del agravamiento de las condiciones de salud de Benedicto XVI fue el papa Francisco. Al final de la audiencia pública de los miércoles, el pontífice cogió aire, miró al cielo y anunció que su predecesor estaba “muy enfermo”. “Querría pediros a todos vosotros una oración especial para el papa emérito Benedicto XVI, que en silencio está sosteniendo la Iglesia: recordadlo, está muy enfermo, pedimos al Señor que lo consuele y lo sostenga en este testimonio de amor a la Iglesia hasta el final”. Ratzinger recibió la extremaunción ese mismo día. No fue la forma más ortodoxa, pero típicamente bergogliana. Tanto que, como siempre, cogió a contrapié a gran parte de la Santa Sede. Benedicto XVI había empeorado desde hacía una semana, pero la noticia, pese a su avanzada edad, no estaba prevista. Una imprevisibilidad, sin embargo, habitual durante toda la vida de Ratzinger. La capilla ardiente de Ratzinger se abrirá a partir del día 2 de enero en la basílica de San Pedro.
El pontificado de Benedicto XVI duró solo 8 años. Menos incluso que su tiempo como emérito (casi 10). Pero fue mucho más convulso de lo que nunca hubiera imaginado cuando el Espíritu Santo —y un nutrido grupo de cardenales— le colocaron en la silla de San Pedro. Comenzó con fuerza y terminó muy debilitado y acorralado por los escándalos del caso Vatileaks, cuando se descubrió que su propio mayordomo robó y vendió documentos privados. “Las aguas bajaban agitadas, el viento soplaba en contra y Dios parecía dormido”, advirtió él mismo en su despedida acudiendo al Evangelio. Joseph Ratzinger (Marktl am Inn, 1927-Ciudad del Vaticano 2022) afrontó la última etapa de su vida con absoluta discreción. Sus fuerzas habían menguado y llevaba tiempo preparándose para este momento. El ejemplo de su predecesor, Juan Pablo II, languideciendo en el cargo, forjó a fuego su decisión. Él mismo advirtió en una carta en Il Corriere de la Sera de su situación. “En el lento debilitamiento de mi fuerza física, interiormente estoy en peregrinación hacia la Casa”.
Hasta hace poco más de un año, continuaba en ese discreto tránsito saliendo a pasear con su secretario personal y mano derecha, Georg Gänswein, por los alrededores del monasterio Mater Ecclesiae, escondido en los jardines vaticanos a apenas tres minutos de la puerta de Santa Ana, la entrada que los turistas fotografían y por donde se accede al Banco Vaticano o al Archivo Secreto. Ratzinger leía libros, contestaba cartas y, cuando las manos no le traicionaban todavía, se sentaba al piano a tocar algunas piezas. Sus últimos días los pasó en silencio, encerrado con Gänswein y cuatro monjas de Comunión y Liberación. Una tranquilidad que contrasta con los convulsos últimos días que sacudieron dramáticamente su pontificado, sumieron al Vaticano en una de sus mayores crisis y condujeron a los cardenales a elegir a un sucesor que pusiera patas arriba la Santa Sede y la Iglesia entera.
Pero Ratzinger, que vivió una extraña evolución teológica que le llevó de una moderna postura, como firmar contra el celibato obligatorio y criticar la encíclica que condenaba la píldora anticonceptiva, a convertirse en un inquisidor de teólogos, dio la sensación siempre de ser un incomprendido. Cuando el 19 de abril de 2005 fue elegido papa con 78 años, recuerda el historiador de la Iglesia Giovanni Maria Vian, muchos se sorprendieron. Durante sus 26 años de papado, Juan Pablo II había nombrado a 113 de los cardenales elegibles. Pero la divina providencia dictaminó que la silla de Pedro debía ser para uno de los otros dos, los únicos creados por Pablo VI. Fue el cónclave más numeroso de la historia y el humo blanco asomó por la chimenea de la capilla Sixtina en apenas un día. El nuevo papa era alemán —el primero de la historia y el segundo no italiano desde el siglo XVI— y tenía fama de conservador. También de ser un extraordinario teólogo, pero algo rígido y ortodoxo. De hecho, había sido durante 23 años el jefe de la Congregación para la Doctrina de la Fe, antes conocida como Santo Oficio de la Inquisición. Un perfil perfecto para un papa de transición, no el de un pontífice que trató sin éxito de introducir cambios que jamás fueron aceptados.
Benedicto XVI, a menudo más preocupado por cuestiones celestiales que terrenales, se encontró en el último tramo de su gobierno acosado por los escándalos de pederastia y una incesante cascada de indiscreciones que emanaban del caso Vatileaks —propiciadas por la dolorosa traición de Paolo Gabriele, su mayordomo personal—. “Un pastor rodeado por lobos”, le definió el siempre contenido L’Osservatore Romano. Agotado físicamente desde hacía meses, Ratzinger tomó de forma silenciosa la decisión más mundana que nadie podía imaginar. “Mi momento había pasado, di todo lo que podía dar”, reveló a Peter Seewald en las charlas que dieron pie en 2016 al libro/testamento Últimas conversaciones.
Dejó escritas decenas de obras de extraordinario valor teológico y metafísico. Eso permanecerá. Porque su silencio se impondrá también sobre los diarios con reflexiones personales que ha escrito durante estos años de retiro y que, según contó, pediría destruir antes de su muerte y con los que podrían perderse algunas de las claves de su renuncia.
Un paso inesperado
El paso a un lado de Ratzinger en 2013 fue del todo inesperado. La mañana del 11 de febrero, ante un grupo de cardenales, comunicó su decisión en latín. Es posible que ni siquiera algunos de los purpurados se percatasen de la dimensión del suceso en ese momento. La periodista Giovanna Chirri, de la agencia estatal Ansa, era la única que conocía el idioma entre sus colegas y corrió a dar la noticia ante la incredulidad de sus jefes. No hay duda de que el reloj biográfico tuvo su peso en aquella decisión. Ratzinger había asistido al penoso declive de Juan Pablo II, sin fuerzas ya en sus últimos días para resistir las presiones internas y los manejos de un importante sector de la curia. El temor a convertirse en un muñeco en medio de la tormenta le empujó a tomar una iniciativa sin precedentes modernos. Pero la renuncia, que apenas conocían cuatro personas, se fraguó en agosto de 2012.
Más allá del agotamiento físico evidente, se apuntó entonces a innegables presiones internas, de “cuervos” acechando y de un cierto acorralamiento. El padre Federico Lombardi, presidente de la Fundación Vaticana Joseph Ratzinger y portavoz del Vaticano durante el papado de Benedicto XVI y parte del de Francisco, rechazaba de plano esa idea en la última conversación que tuvo con este periódico. “Lo de las presiones no tiene ningún fundamento. Tomó libremente la decisión, delante de Dios, pero con consideraciones muy evidentes y razonables. Se sentía cansado para hacer viajes, celebraciones, audiencias. Y eso se ha ido confirmando con el paso del tiempo. Fue una decisión del todo razonable, y el tiempo no hace más que confirmarlo”, insistía Lombardi, buen conocedor del periodo de transición entre ambos papas.
La coexistencia de ambos papas fue motivo de leyendas y hasta de fantasiosas películas (Los dos papas, de Fernando Meirelles) que edulcoraron la realidad. Nunca antes dos papas habían convivido a tan pocos metros. Esa es la violenta realidad. Y su perfil, además, era antagónico: uno cultivaba una compleja retórica teológica, el otro se expresa como lo haría un cura de barrio. Sus figuras se convirtieron en bandos que alimentaron los sectores progresistas y tradicionalistas de la Iglesia para librar una violentísima guerra cultural. En algunos momentos, los ultras de cada lado llegaron a poner en riesgo la estabilidad de aquel proceso histórico, llegando a acusar a Francisco de hereje y a pedir su renuncia. Pero ambos papas evitaron siempre cualquier conflicto. De hecho, Bergoglio le pedía a menudo que rezase por él e, incluso, le mostraba importantes documentos como la controvertida y avanzada exhortación apostólica Amoris Laetitia. Ratzinger, mucho más inclinado a la ortodoxia que su sucesor, nunca ha opinado públicamente sobre ninguno de los avances recibidos por Francisco, aunque es posible que en algunos momentos arquease una ceja.
Los puntos negros del legado de Benedicto XVI quedaron nítidamente expuestos con su renuncia. La galopante corrupción de su entorno, la falta de atención a las cuestiones sociales o la ineficaz lucha contra la pederastia, pese a que fue un precursor legislando contra esta lacra, le empujaron a tomar la decisión. Y a primera vista, podría parecer que Benedicto XVI fue un papa de transición entre un coloso como Juan Pablo II y la revolución social de Francisco. Pero su legado, el de un papa que pudo irse dos veces, obligará de ahora en adelante a cualquier pontífice a plantearse los límites de su poder y la caducidad de su mandato. También le sucederá al propio Bergoglio, que aseguró a su llegada que tomaba buena nota de aquel gesto y que, ahora, sin otro papa a su lado, será libre de abrir el camino más adecuado.