Uno de mis propósitos, creo que del año pasado, fue es hacer una limpieza digital, o al menos intentar tener un orden en los archivos que a lo largo de los años he ido acumulando ya no solo en mi ordenador sino en un disco duro externo.
Este compendio de bits se remontan a quizá 15 años, en donde he guardado archivos incluso desde la escuela secundaria: música que escuchaba, vídeos, trabajos escolares, fotos (escaneadas, a la antigua usanza), etc.
Durante una de mis jornadas para realizar dicha tarea (son cerca de 2TB de información, así que lleva su «tiempo») encontré fotografías que si bien evocan lindos recuerdos no son ahora del todo convenientes ya que además de estar en un momento de la vida radicalmente distinto, el conservar tales archivos era más una forma de añoranza que de pertenencia o recuerdo como tal. Sí, acertaste querido lector, son (eran, ahora entenderás la conjugación en pasado) fotos con mi crush de esos años.
La sensación fue extraña.
No recordaba que las tenía así que cuando me topé con esas imágenes hubo sentimientos extraños. Por una parte, claro está, una sonrisa se dibujó en mi rostro al recordar los momentos que capturó en esos instantes la cámara así como remembré las sensaciones que en su momento experimenté pero, luego de ello, «algo» vino a mi mente:
¿Es realmente necesario conservarlas?
Lejos del mucho o poco espacio digital que puedan contener (creo el peso de la carpeta total no excedía los 10mb, eran pocas) lo importante de mi cuestionamiento es ¿para qué las quiero?
Como decía al inicio, más que un «recuerdo mío» (que ciertamente lo eran) esas fotos tenían en sí mismas un grado de deseo… el deseo «guajiro» de que estar con esa chica fuese algo más que un «friendly moment» (algo que nunca sucedió, dicho sea de paso) y, por ende, las fotografías en mi mano (en su momento) o en mi ordenador, eran la manera en que estaba con ella, al menos de alguna forma.
Pero esas fotos ya habían cumplido su cometido.
Hacía años de aquello y aunque el quizá al ver las fotos sonreí con nostalgia y alegría, debemos también «dejar ir» las cosas, tanto las que nunca fueron tuyas como incluso aquellas que «siendo tuyas» ya no lo son.
Desapegarnos de las cosas o de las personas es complicado. Nunca queremos hacerlo. Siempre pensamos que las cosas nos «deben» de pertenecer eternamente pero en la vida llevamos muchas cosas, como por ejemplo las personas o momentos que realmente están en tu presente, como para llevar contigo cosas que solo ocupan un espacio y que limitan almacenar lo que en tu situación actual deberías guardar.
Así que luego de poco pensarlo decidí arrastrar cada uno de los archivos a la papelera de reciclaje para, acto seguido, vaciarla.
¿Sentí algo?
Quizá… pero nada nostálgico sino incluso fue liberador. Fue un: gracias por aquél recuerdo pero ahora tengo nuevos y, per se, mi disco duro (mental y físico) quiere y necesita conservar solo los nuevos.