La imagen de la rata, de ese peculiar roedor, tan conocido alrededor del mundo, para el imperio chino llegó a ser representativa, justo como lo es la del zorro para el occidente, de un cúmulo de virtudes y/o características predominantemente positivas, como lo son la astucia, la inteligencia e incluso la gracia de ser ágil y habilidoso; mientras que, para México y otras naciones latinoamericanas, por ejemplo, el mismo animal suele ser un símbolo inequívoco de un ser parasitario, peligroso (transmisor de graves enfermedades), ladrón, sucio (corrupto) y destructivo.
Justo lo mismo sucede con la oveja y su respectiva simbología: mientras que Jesús básicamente considera al Dios Trino (el buen pastor) como a un Ser inmensamente superior en términos morales a toda la humanidad (las ovejas), la Ilustración, casi dos milenios después, consideraría, por ejemplo, el ser una oveja como sinónimo de ser un individuo que padece de una trágica ausencia de racionalidad, de libertad y de criterio propio.
Cuando estos fenómenos interpretativos y paralelos, por lo general surgidos en diferentes épocas y/o culturas, se llegan a manifestar al mundo, en ciertas ocasiones una de las partes puede tender a tergiversar el significado verdadero ya sea de una o de ambas metáforas en cuestión. De ahí que no sea poco común que el ateísmo, por ejemplo, suela acusar al creyente de ser una simple oveja, ciega, abnegada, sumisa, irracional y carente de libertad y de criterio, aunque lo anterior claramente no sea más que una pobre y bastante deshonesta interpretación de un contenido filosófico y/o teológico en específico que en realidad dista bastante de dicha concepción y/o acepción negativa del asunto.
El dejarnos guiar libremente (es decir, previo nuestro propio consentimiento), el permitir que dirija nuestra vida, decía, un ser más sabio y bueno que nosotros mismos, no significa, en absoluto, que éste nos esté esclavizando ni mucho menos, pues nuestro ya citado consentimiento, emergido de nuestro propio interior al momento de haber sido voluntariamente convencidos por sus argumentos de que sus caminos son, en términos objetivos, mucho mejores que los nuestros, sencillamente contradice de manera absoluta y tajante cualquier posibilidad de coerción u opresión que pudiera provenir del Ser supremo en nuestra contra (así como también de la presunta presencia de una irracionalidad fanática de parte nuestra. ¿Por qué? Pues porque una decisión consciente sencillamente no puede ser sinónimo de inconsciencia ni tampoco de imposición alguna en mi contra, pues lo que elegí a voluntad, por definición no me pudo haber sido impuesto).
Es, entonces, el basto y tan rico significado que emerge de la parábola del buen pastor, uno que claro que sí reconoce, sin lugar a dudas, la superioridad ética y de todo tipo de aquel que es todo bondad y todo conocimiento (el Ser omnisciente que es Dios) pero, al mismo tiempo, insiste de igual manera en la indispensabilidad de nuestro previo consentimiento para que Él pueda aceptarnos en el interior de su selecto rebaño (pues dicha membresía y/o pertenencia, cual regalo que es, evidentemente no se impone, sino que tan sólo se ofrece y se acepta o no, dependiendo de nuestra libre elección al respecto), pues a pesar de su naturaleza también omnipotente, el Creador se niega a obligarnos a hacer tal cosa, a renunciar a la ya citada gracia de la libertad racional y consciente que Él mismo tan generosamente le ha brindado al género humano, aunque semejante libre albedrío pudiera, de forma eventual (e incluso frecuente), ser utilizado necia y negligentemente por nosotros mismos nada menos que en contra de nosotros mismos.