Es necesario reconocerlo: nos cuesta escuchar con atención. Casi podría decirse que con frecuencia hacemos realidad lo de la expresión popular: las palabras nos “entran por un oído y nos salen por el otro”. Es decir, no llegan a la inteligencia ni al corazón. Ni se imprimen en la memoria.
Esto no nos pasa sólo en Misa: cada día centenares de padres se quejan de que sus hijos no los escuchan, y centenares de hijos repiten, a coro, una queja similar. Más aún: es un hecho que en muchos matrimonios el diálogo no es lo fuerte que debiera, y no porque las personas no hablen… no, no hay diálogo porque no escuchan, porque no sabemos escuchar.
En parte tiene que ver con una “banalización de la palabra”: hay tantas palabras en nuestra vida, que casi parecen perder entidad.
En parte, porque los nuevos modos de comunicación —correo electrónico, redes sociales, sms, whatsapp, etc.— nos han acostumbrado a decir las cosas y recibirlas mucho más por estos medios que por la palabra dicha y oída con el corazón.
Con esta breve descripción quiero apuntalar una idea: para poder escuchar la Palabra que se proclama desde el ambón —así se llama el atril en que se leen las lecturas— es enormemente importante reaprender a escuchar a los que nos rodean. Porque también, en ellos, podemos percibir la Palabra. Porque así nos vamos “entrenando” en la escucha.
Pero además de esta dimensión humana esencial, la escucha de la Palabra tiene otras facetas. No se nos proponen un cuento, una narración fabulosa de sucesos del pasado, ni siquiera una teoría religiosa o moral. No se nos leen palabras de grandes literatos, de alquimistas de la lengua, ni mucho menos de “embaucadores profesionales” que buscan convencernos de algo falso para obtener un interés personal.
No. Lo que se lee cada domingo y cada día es La Palabra. Palabra eterna que entra en la historia y que se reviste de palabras humanas, pero que conserva todas las cualidades de Dios.
– Es Palabra Santa y Santificadora, que, al igual que la lluvia que cae del cielo, no vuelve a él sin haber empapado la tierra.
– Es Palabra Perfecta: sus dificultades se desvanecen cuando la leemos en la comunión de la Esposa de Cristo, que la interpreta.
– Es Palabra Inmutable: no cambia, permanece siempre la misma. No es como los postulados de la moda o las ideologías, que duran un tiempo, y luego se metamorfosean para no perder “público”. “El cielo y la tierra pasarán”—dijo Jesús—, “pero mis palabras no pasarán”.
-Es Palabra Omnipotente: el Centurión —cuánto nos ha enseñado este hombre en apenas unos minutos— dijo: “Una palabra tuya bastará para sanar a mi sirviente”.
– Es Palabra Creadora, la misma que hizo surgir los cielos y la tierra, el mar y todo lo que hay en él. Puede hacer surgir, también hoy, luz en las tinieblas, vida de la nada.
Esa es la palabra que se proclama: escúchala bien. La lea quien la lea.
Es cierto que no todos los que suben al ambón lo hacen bien. A veces tendrás ganas de rezar como Jesús: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. No obstante, incluso en una lectura defectuosa, la Palabra conserva toda su virtualidad.
Porque hay algo más todavía: cuando en la Liturgia se proclama la Palabra, es Jesús mismo quien habla. ¡Él! Te está hablando. A ti.
Recuerda todo esto, cuando te sientes para las lecturas. Y trata de no distraerte mirando la hora, o si el ventilador está bien orientado.
Di, en tu corazón, como Samuel: “Habla, Señor, porque tu servidor escucha”.