Una paradoja natural y fascinante surge entre el que quiere ser el más grande entre los grandes: el más grande entre los grandes, ¿es aquel al que todo le brindan, o es aquel que todo lo brinda? ¿Quién es más grande? ¿El emperador o el esclavo que lo sirve a voluntad, convencido de servirle? ¿Es superior la madre, amorosa y desinteresada, que todo lo da, que se entrega en cuerpo y alma a su criaturita recién nacida, o lo es esta última, que todo lo recibe?

La respuesta, analizada desde semejante perspectiva, creo que resulta ser una mucho más que obvia.

Y es justo por lo anterior (que el más grande es siempre “el último” y/o “el más pequeño”, es decir, aquel que más se humilla, aquel que decide, voluntariamente, transformarse en el auténtico esclavo del amor), es debido a ello, decía, que el espíritu del soberbio y del tirano aspirará perpetuamente a caminar justo en la dirección contraria a la ya señalada: hacia la pequeñez del recién nacido, diminuto, vulnerable, dependiente y exigente sobremanera, mientras que el espíritu del humilde, aspirará perpetuamente en dirección hacia “la libertad del esclavo del amor”, hacia la grandeza incomparable de la madre, enorme, fuerte, autónoma (libre) y servicial sobremanera.

Y, sin embargo, de manera perfectamente paralela a todo este debate jerárquico por ver quién es quién en materia de superioridad moral y/o de mayor vocación de servicio para con el prójimo, se ensalza en la altiva cumbre de semejante discusión, cual intachable corona de incómodas espinas, un precepto insuperablemente complejo y, a su vez, insuperablemente profundo y verdadero: de manera independiente a qué tan grandes en realidad seamos o creamos que lo somos, existirá por siempre una vital y cimera obligación moral dentro de todos nosotros para reconocer que, absolutamente todos, por grandes o pequeños que seamos (o creamos que lo somos), nos tratemos entre nosotros con algo así como un mismo tipo y/o grado de dignidad y de respeto (en pocas palabras, aquella corona de espinas doradas, es nada menos que el milagroso y revolucionario concepto de la igualdad ante la ley, en términos seculares o, en muchos mejores términos (es decir, teístas), la realidad trascendental y, literalmente, antediluviana de que todos, desde Adán y Eva, hemos sido creados iguales ante los ojos de Dios -todos somos sus hijos; ergo, todos somos hermanos-).

Y una de las más esenciales características del principio de la igualdad ante la ley, es aquella que nos obliga a todos, precisamente por igual, a comprender que hasta el más pequeñito inocente de los más pequeñitos inocentes, merece un trato igualmente digno que el más grande entre los más grandes (y, por si lo anterior fuera poco, al simultáneamente sumar dicho principio supremo con la no menos verdadera y controversial idea de que tenemos otra importantísima obligación moral de amar incluso a nuestros más letales enemigos, obtenemos como resultado la invaluable joya de la corona, que reza que, incluso muestras tangibles de humanidad y dignidad deben ser manifestadas por todos nosotros nada menos que hacia los individuos más culpables e injustos que puedan llegar a existir, muy especialmente hacia el culpable desamparado, que es aquel que, por ejemplo, ya ha caído en nuestras manos y/o en las manos de la justicia y, como consecuencia de ello, no sólo se encuentra ya en un estado de plena indefensión, sino que, además y consecuentemente, ya ha perdido su maligna capacidad de seguir provocando daños en contra del inocente).

Sin embargo, las afirmaciones anteriores implican una segunda cara de esa misma moneda, que es nuestra también obligación moral de combatir activamente, incluso por medio de la fuerza física, al injusto y/o culpable no desamparado, aquel que continúa, precisamente, provocando daños en contra del inocente.

Optar por lo contrario (por permitir al injusto que, por ejemplo, siga matando, violando, robando y/o esclavizando a capricho), nos brinda, lógica e invariablemente, un resultado mucho más injusto y perjudicial para los inocentes, que el combatir al malvado (y pelear en su contra no con objetivos de venganza ni crueldad, en absoluto, sino tan sólo de justicia y, precisa y paradójicamente, también de una paz verdadera y duradera).

En pocas palabras, así como estamos obligados a servir al prójimo y concebirlo prácticamente como a un hermano nuestro, merecedor de justo los mismos derechos inalienables y/u ontológicos de los que gozamos nosotros mismos, también estamos moralmente obligados a utilizar toda nuestra fuerza física (todo el poder del mundo) en contra, por ejemplo, del expansionismo asesino e imperial de Adolf Hitler; sin embargo, ya habiéndolo tomado como prisionero, estamos entonces igualmente obligados a darle, incluso a él, un juicio y un trato digno, pues por atroz que sea ese o cualquier otro diabólico genocida, seguirá siendo por siempre uno de nosotros (nada menos que nuestro propio hermano).

Y es también por todo lo anterior que jamás debe ser concebida la paz como un objetivo en sí mismo a ser alcanzado, sino tan sólo como un fruto natural de la auténtica justicia (un efecto, mas no una causa), pues, con enorme frecuencia, cuando ponemos la mira en el objetivo equivocado (en la paz, en vez de en la bondad y la justicia), aquel famoso (o infame) adagio que reza que: “el cobarde que cede su libertad y sus derechos a cambio de una promesa de paz, termina por perderlos a los tres”, llega fatal y puntualmente a cumplirse.

Bien nos enseña Cristo que, en ocasiones extremas, la espada es el camino (única y exclusivamente, por supuesto, en el caso de la legítima defensa, tanto personal como colectiva).

Por todo lo anterior es que el pacifista incondicional (aquel que intenta a toda costa disfrazar su cobardía, de amor por la paz), suele terminar, al primer roce con cualquier matoncillo de segunda, como un auténtico apologista de la destrucción y la injusticia, un vergonzoso copartícipe de todas las brutales atrocidades que le haya venido en gana perpetrar al salvaje ante el cual el servil timorato ha doblado la rodilla con insuperable pusilanimidad y bajo el banal pretexto de la no violencia.

Así que otra triada de oro en el camino hacia la luz nos brinda la palabra de éste domingo, y ésta consiste en el ser auténticamente grandes empequeñeciéndonos a nosotros mismos, entregándonos a una vida de amor y de servicio hacia nuestro prójimo (lograr llevar una vida y una actitud -ante la misma y ante nuestros semejantes- que cualquier tirano catalogaría, sin dudarlo, como una enteramente humillante e inaceptable); volcar semejante vocación de amor y de servicio hacia todos nuestros hermanos, pero en especial hacia los más vulnerables entre los más vulnerables, al mismo tiempo que, ante la ley y la justicia, le brindamos justo el mismo trato tanto al poderoso como al débil, al rico como al pobre, al bello como al no agraciado, y diferenciándolos a todos ellos entre sí no por sexo ni por raza, sino tan solamente entre las categorías de culpables o inocentes (y respetando de forma invariable, sin lugar a dudas, los derechos inalienables de todos los seres humanos inocentes del planeta -desde que aún se encuentran en el vientre de su madre, hasta el momento en el que exhalan su última bocanada de dióxido de carbono- e incluso respetando también el derecho a la vida del culpable desamparado); y, por último, amar la paz, sin lugar a dudas, pero siempre muy por debajo de lo que debemos amar a la justicia y a la Ley Divina en general, de tal manera que tengamos siempre la valentía de estar prestos a dar incluso nuestra propia libertad o nuestra propia vida, de ser necesario, en favor no sólo de todos nuestros hermanos inocentes, sino también de Cristo, de la Verdad y de la vida misma.