Concluíamos la postal de ayer con la idea de que “la concepción de un libertador escatológico, una suerte de “supermesías” (o coadyuvante de él) celestial (el Hijo del Hombre) podía no ser totalmente ajeno al judaísmo de la época cristiana”. A partir de esta perspectiva estoy de acuerdo, con alguna leve matización, con el juicio conclusivo de Florentino García Martínez:
“El Cristo (del Nuevo Testamento) aglutina en una sola imagen las diversas facetas de las figuras mesiánicas a las que se ha llegado en Qumrán mediante el desarrollo de las ideas seminales del Antiguo Testamento. El Cristo del Nuevo Testamento es a la vez un mesías ‑ sacerdote, un mesías – rey; un profeta ‑ como Moisés; un siervo – sufriente, y un mesías celeste. La comunidad cristiana ha atribuido claramente a una persona histórica del pasado, cuyo retorno se espera en el futuro escatológico, todos los rasgos de las figuras mesiánicas que el judaísmo precristiano había desarrollado a partir del Antiguo Testamento y que ahora podemos conocer gracias al descubrimiento de los manuscritos de Qumrán” (“Qumrán y el mesías del Nuevo Testamento”, revista Communio, ya citada, p. 31).
Tengo que matizar que por mucho que el Maestro de justicia de Qumrán (el fundador del grupo de Qumrán hacia el 150-140 a. C.) fuera perseguido e incluso amenazado de muerte, que esta idea de un mesías sufriente no aparece en Qumrán. En esta matización estoy de acuerdo con J. Trebolle, quien escribió que
“Los textos de Qumrán aplican con frecuencia el título de ‘siervo’ a Moisés, a David y a los profetas. En los textos oracionales la expresión ‘tu siervo’ equivale a la simple referencia pronominal ‘yo’. Ningún texto de Qumrán ofrece, sin embargo, la expresión ‘siervo de Yahvé’ típica de las profecías bíblicas sobre el Siervo sufriente (Is 40 53). No puede decirse que el motivo de un mesías sufriente sea en modo alguno característico del Antiguo Testamento, ni tampoco aparece con claridad en texto alguno de Qumrán. Este motivo se encuentra por el contrario en el Nuevo Testamento y con absoluta claridad sólo en pasajes de la obra lucana, sea en el evangelio o en los Hechos de Apóstoles (Lc 24,26; Hch 3,18; 26,23)” («Los Textos de Qumrán y el Nuevo Testamento», en Los hombres de Qumrán, Trotta, Madrid 1993, p. 246).
Ahora bien, dentro de la historia de las ideas cristianas la cuestión del nuevo significado y del origen de los títulos cristológicos con antecedentes seminales en el Antiguo Testamento o en Qumrán no se resuelve tan sólo señalando esos meros paralelos seminales o verbales, por otra parte –como ya he insistido– escasísimos dentro del gran número de textos «mesiánicos» (o semi mesiánicos) del Antiguo Testamento o de Qumrán. El profundo cambio de contenido teológico de los títulos cristológicos cristianos pudo verse ayudado por esas traslaciones semánticas judías, o por el contenido enriquecido de tales títulos, pero exige otra explicación en cuanto al origen de tal cambio. Los paralelos con Qumrán no bastan.
¿Por qué no bastan estos paralelos? Porque el contenido de esos títulos es muy distinto dentro del cristianismo. Por ejemplo: cuando se califica a Jesús como “Hijo de Dios”. Este título, que en el cristianismo significa hijo “físico”, real, ontológico de Dios, nada tiene que ver con el mismo sintagma en el Antiguo Testamento , aplicado de modo no “físico” y real a los ángeles, al pueblo elegido, a los reyes como hijos adoptivos de la divinidad, al israelita justo, etc. Hay un cambio de contenido que debe explicarse o bien porque el cristianismo transmite un hecho real (Jesús fue realmente hijo óntico, real, de Dios, luego, la segunda persona de la Trinidad) o bien por una transposición a un Jesús mero hombre de ciertos predicados divinos, transposición que debe explicarse como un desarrollo particular dentro de la historia de las religiones. Este desarrollo puede ser autónomo, o influido por concepciones externas. Eso hay que discutirlo.