La Semana Santa no puede ser para un cristiano solo ni una semana cultural, ni una semana al servicio del atractivo turístico, sino una semana de demostración y testimonio de nuestra fe.
Todo lo exterior que vivimos en esta semana debe ayudarnos a avanzar en la vivencia de nuestra fe verdadera; a celebrar desde el corazón de creyentes los acontecimientos principales de nuestra vida cristiana, como son los de la muerte y resurrección del Señor.
No podemos vivir dos tipos de Semana Santa: la de quienes la viven desde fuera y en la calle; y la de los que la viven en las celebraciones de la Iglesia. La celebración en la calle, en nuestras procesiones, tiene perfecto sentido cuando son expresión de la fe que vivimos en las celebraciones litúrgicas de estos días, en las que conmemoramos la muerte y la resurrección de Cristo.
Las procesiones, cuando las reducimos a eventos de atractivo turístico y nada más, las estamos profanando, porque dejan de ser una manifestación pública de la fe para convertirse en un atractivo turístico que se contempla como un espectáculo en el que se puede participar con solo ser espectador, pero sin meterse en ella como protagonistas, ni participando de su profundo significado.
La Semana Santa la tenemos que vivir desde el corazón y nuestro espíritu de creyentes, como la Iglesia propone, y con el espíritu que siempre tuvo la misma: participando en las celebraciones litúrgicas, acogiéndonos al perdón de Dios por medio del sacramento de la penitencia y metiéndonos como personajes vivos en el drama de la pasión, cuyo protagonista es Cristo.
La Semana Santa es «la Semana grande de los cristianos». En ella conmemoramos los misterios de la muerte y la resurrección del Señor, misterios a través de los que el Señor nos ha rescatado del pecado, nos ha reconciliado con el Padre, ganando nuestra categoría de hijos de Dios. Como dice san Pedro en su Primera Carta: «Pues ya sabéis que fuisteis liberados de vuestra conducta inútil, heredada de vuestros padres, pero no con algo corruptible, con oro o plata, sino con una sangre preciosa, como la de un cordero sin defecto y sin mancha, Cristo» (1 Pe. 1, 18-19).
Porque esto es así, la Semana Santa debe ser para nosotros, los seguidores de Cristo, una continua acción de gracias a Él por su entrega por nosotros, sin mérito alguno por nuestra parte, una continua adoración al Hijo de Dios redentor, que por nosotros y por nuestra salvación se entregó a la muerte en la cruz, y una verdadera conversión de nuestra vida ante tanto amor misericordioso, acercándonos al perdón de Dios que se nos ofrece en el sacramento de la reconciliación.
En esta semana «grande» de los creyentes en Cristo debemos acompañar al Señor en la cena del Jueves Santo; estar a su lado en el momento de la pasión del Viernes Santo; y resucitar con Él a una vida nueva, en la que Dios sea realmente alguien importante para nosotros; plantearnos nuestra vida desde su mensaje y ser para cuantos nos contemplen un verdadero testimonio de vida como seguidores suyos.
Si vivimos así la semana será realmente santa. Si nos conformamos con vivirla solo exteriormente tendrá todo lo que queramos de atractivo turístico, pero muy poco de Semana Santa.
¡Feliz Semana Santa para todos!