Cuando celebramos un nuevo año más, lo comenzamos encomendándonos a María, Madre de Dios y Madre Nuestra, por lo que veamos cómo ha sido el origen de esta celebración. El inicio del año no siempre se celebró el principio del año en la fecha en que lo acostumbramos, inclusive, existen todavía hoy muchos pueblos que lo celebran entre el principio de marzo, y los finales de abril como en Irán, Irak y la India.
En Roma al principio de su historia, acostumbraba celebrar el año nuevo el primero de marzo, ya que el día primero de enero no se apreciaba ningún cambio en la naturaleza y nada en ella presagiaba que estuviera por comenzar un nuevo ciclo.
El primero de enero se comenzó a celebrar cuando Julio Cesar, auxiliado por el matemático Sosígenes, reformó el calendario en el año 46 a.C. extendiéndolo a 445 días y haciendo comenzar el año 45 a.C. en el primero de enero. Esta modificación duro hasta el año 1582, cuando el papa Gregorio XIII volvió a poner al día el calendario.
Además anteriormente dicho, los romanos acostumbraban, desde el año 153 a.C. hacer festejos el primero de enero, porque ese día comenzaban a desempeñar su cargo los nuevos magistrados anuales. Todo lo que se llevaba a cabo a principio de enero era en honor al dios Jano, deidad de los comienzos que regia sobre lo pasado y lo futuro y que poseía en Roma doce altares, a razón de uno por mes; además de su gran templo, que se cerraba cuando no había guerra.
En su honor el primero de enero, la gente estrenaba ropa y los maridos regalaban dinero a sus mujeres, ellos cuidaban de que el año nuevo los sorprendiera con dinero en el bolsillo, y se procuraba cruzar primero con el pie derecho los umbrales de las casas a fin de tener buena suerte durante el año.
En la Iglesia católica, comenzamos el año Nuevo celebrando a la Madre de Dios, María Santísima, acostumbramos ir a misa por la mañana y descansar el resto del día. En esta solemnidad ponemos atención al “sí” de María. Que con su cooperación al plan de Dios, no simplemente se convierte en la primera discípula, sino que es el medio mortal por el cual Dios se hace humanidad entre nosotros.
En sus silencios y reflexiones, la escritura nos dice que ella todo “lo guardaba en su corazón”. María manifiesta un gozo profundo, contemplativo y reverente ante la Palabra hecha carne. Esta es una invitación para permitir que Dios también se encarne en nuestras vidas.
Estamos llamados a hacer presente la presencia real y verdadera de Dios en lo concreto de nuestra existencia. El contemplar la Palabra de Dios requiere de una reacción, de una respuesta. Este tipo de contemplación profunda conlleva una acción intencional y genuina en nuestras acciones diarias; con compasión, con tolerancia, con justicia, con unidad con amor. Estas palabras solamente tienen sentido si las arropamos con “frazadas de humanidad” en nuestro contexto cotidiano. Sólo así las palabras adquieren verdadero significado, cuando dejan de ser palabras para ser acciones.
Fuente: Archidiócesis de León