l lunes 15 de abril, la mítica catedral francesa de Notre Dame aparecía en llamas y esa imagen se replicaba en las pantallas de todo el mundo. El tema inició múltiples conversaciones en las redes sociales, y en la mayoría de los casos reflejaban pena. Sin embargo, también surgieron voces críticas que juzgaban ese pesar como una manifestación más del desequilibrio entre la preocupación por los bienes y las representaciones simbólicas de los países centrales y la aparente indiferencia por problemas crónicos de otras comunidades.
Un día después, la Comisión para los Bienes Culturales de la Iglesia, dependiente de la Comisión Episcopal de Fe y Cultura de la Conferencia Episcopal Argentina, hizo un llamado a tomar conciencia sobre la necesidad y la relevancia de preservar y de contribuir al mantenimiento del patrimonio religioso.
“Este hecho tan doloroso –a la vez que nos mueve a sentirnos solidarios con nuestros hermanos católicos y el pueblo francés todo– nos interpela y desafía”, señaló a través de un comunicado. Y convocó “a todo el pueblo argentino –creyentes y personas de buena voluntad– a comprometernos responsablemente con la recomposición, la reconciliación, el reencuentro social y la preservación de nuestros verdaderos tesoros históricos”.
El llamado parecía aludir a algunos ataques a sus templos denunciados por la comunidad religiosa y considerados una profanación.
Entre las vandalizaciones más leves, pero igualmente dolorosas para los fieles y las autoridades eclesiásticas por su contenido, están las pintadas, muchas de las cuales son leyendas acusatorias.
Cuando estos grafitis se hacen visibles después de una marcha o una movilización de un colectivo que defiende una causa, quienes lo integran responden a las críticas con una comparación entre la violación de derechos que sufre el grupo social que se defiende y el daño que implica una pintada en un muro. En tanto, quienes perciben esa intervención como una ofensa la califican de un trato irrespetuoso contra toda una comunidad, además de una acción que deteriora el patrimonio arquitectónico, religioso y cultural.
“Cualquier templo, sea de la religión que sea, es un espacio donde la gente va a expresar su religiosidad y a calmar angustias. Cuando un grupo de personas elige un gesto religioso, el resto tiene que respetarlo”, dice al respecto la historiadora cordobesa Josefina Piana, especialista en patrimonio.
“Los templos exigen el mismo respeto que las escuelas de distintos signos religiosos, los cementerios o los barrios de distintos sectores sociales. Es insólito y absurdo que, a esta altura de la historia de la humanidad, estemos haciendo discriminaciones de ese tipo. Por qué estamos dejando de respetar la forma en que el otro percibe el mundo”, se lamenta Piana.
Consultada sobre si es posible que parte de la sociedad vea a los edificios religiosos como símbolos de opresión, la historiadora relativizó el argumento. “La opresión no está sólo en las iglesias. Y hay que ver cómo la gente que va a la iglesia lo percibe. La opresión está, en todo caso, en todas las estructuras de nuestra sociedad, laicas, religiosas, militares, etcétera”, afirmó al respecto.
Para otros, sin embargo, en Argentina no se observan ataques graves a estos edificios que congregan a fieles. “En el país puede haber algunos pequeños grupos que hagan algunos tipos de desmanes o que expresen a veces su mirada antirreligiosa. Quizá hay cierta sensibilidad episcopal con respecto a este tema, pero me parece que tampoco hay que agrandar la situación”, opina el sociólogo argentino Fortunato Horacio Mallimaci, doctor en Sociología por la École des Hautes Études en Sciences Sociales, de París.
Detrás de las pintadas en los muros de los templos, muchos ven la participación de grupos que piden la disolución del fuerte vínculo histórico entre la Iglesia Católica y el Estado argentino. También son vistas como una consecuencia de movilizaciones populares con conatos de violencia. “En las marchas, y yo he participado en varias, la enorme mayoría respeta los templos. Cada tanto hay algún hecho, pero me parece menor en comparación con la convivencia que se vive en Argentina”, añade Mallimaci.
A la par de un distanciamiento de una parte de la sociedad respecto de estos activos culturales, están surgiendo nuevos usos de los edificios religiosos, que proponen una apropiación de estos espacios de una manera más abarcativa, resignificada. Por caso, durante 2018, cuando el Teatro del Libertador estuvo en obras, muchos de los conciertos que se realizaban allí se trasladaron a iglesias.
Pintadas agresivas. Un grafiti en uno de los muros de la Santo Domingo.
“En Francia, los templos son propiedad del Estado y en ellos se realizan múltiples actividades culturales –ejemplifica el sociólogo–. Creo que existe cada vez más la idea de que no son sólo lugares sagrados de culto, sino que también son patrimonio y ese patrimonio está al servicio de la comunidad”. De todas formas, cree que en Argentina ese concepto no se ha extendido lo suficiente. “Siempre me ha parecido que en el país se usan muy poco. Es más, están cerrados durante buena parte del día. Creo que tiene que ver con cierta cultura del espacio religioso”, señala. Y asevera que “hay que hacer pedagogía y transmitir que son espacios al servicio de la sociedad”.
Para Monseñor Pedro Javier Torres, las pintadas en las iglesias no constituyen un hecho especialmente preocupante. “Es un hábito humano que ha tenido continuidad en la historia y ha servido a los arqueólogos para reconstruir hechos sucedidos en algunos períodos”, relativiza. Aclara que “es una pena que algunos grupos se expresen arruinando algunas construcciones”, pero afirma que esos hechos “no lo asustan”. “Porque tengo esta perspectiva histórica”, dice.
¿Cuál es el efecto de una pintada con un mensaje acusatorio en una iglesia? Benjamín Juárez, sociólogo y magíster en Sociología por la Universidad Unicamp (San Pablo, Brasil), cree que para analizarlo primero hay que entender el grafiti como una forma de comunicación. “Para la institución, se puede sentir como una comunicación negativa, pero no deja de ser una comunicación”. La Iglesia –recuerda– no ha dejado de tener un rol social que le permita ser escuchada. “Si una persona tiene algo en contra de la Iglesia y pone un grafiti en un templo, eso se valoriza positivamente en el grupo que comparte la opinión”, manifiesta. Para cierto sector de la sociedad, la institución religiosa es más escuchada en algunos medios, por lo que el grafiti apunta hacia una forma de equilibrio. “Entonces, de alguna forma, están todas las voces en juego”, ilustra.