Según los resultados del último censo, que se acaban de publicar, aunque el número de mexicanos que nos declaramos católicos creció de 92.92 millones en 2010, a 97.86 millones en 2020; sin embargo, disminuimos en porcentaje. En el país, somos un poco más de 126 millones de habitantes. De éstos, el 77.7% somos católicos, cuando en 2010 éramos el 82.7%. Decrecimos en 5 puntos porcentuales. ¿A qué se debe esta disminución?
Indudablemente afectaron los casos de pederastia clerical, aunque su porcentaje es mínimo en comparación con la inmensa mayoría de los sacerdotes que se mantienen fieles a su consagración celibataria. Nuestra Iglesia ha tomado muchas medidas para impedir que se repita este vergonzoso delito y que quede impune. Sin embargo, este decrecimiento de católicos ya viene de años atrás: En 1950, éramos el 97.84%; en 1960, el 97.09%; en 1970, el 96.17%; en 1980, el 92.63%; en 1990, el 90.14; en 2000, el 87.27%; en 2010, el 82.7%; en 2020, el 77.7%.
El secularismo, en su dimensión negativa de alejarse de Dios y de no tener más norma que los gustos y criterios personales, es un factor decisivo, pues muchos nunca se enteraron de los casos de pederastia clerical, como los indígenas de la selva chiapaneca; también entre ellos ha decrecido la práctica religiosa. Cuando yo iba a sus comunidades, eran pocos los jóvenes que participaban, sobre todo por influencia de lo que sus maestros les decían en la escuela secundaria, en bachilleratos y universidades.
Muchos otros factores influyen para esta disminución de católicos. La migración hacia el Norte y hacia centros urbanos, por razones de trabajo o de estudio, quita la presión social de las áreas rurales y se abandonan las prácticas religiosas consuetudinarias. La ausencia del padre de familia influye para que la religión se considere algo propio de mujeres. Los medios de comunicación resaltan más lo negativo de la jerarquía eclesiástica, que los múltiples ejemplos de santidad del pueblo fiel y de los consagrados.
Pero haciendo un sincero examen de conciencia, reconocemos también nuestras fallas. Necesitamos una evangelización más kerigmática, mayor formación religiosa de los fieles, más animación bíblica de toda pastoral, celebraciones más participativas, ser más samaritanos con los pobres, etc. Algo de lo que se quejan muchas personas, y que es motivo para que se alejen o cambien de religión, son los malos tratos de algunos sacerdotes, su prepotencia. Dicen que los sienten lejanos a la vida ordinaria de su pueblo, pues sólo los ven en ceremonias sociales. No culpan a todos. También se quejan de tantas normas para recibir los sacramentos, y que en las oficinas parroquiales las secretarias les exijan sólo documentos y el pago de los servicios religiosos, sin la presencia del párroco que les reciba con un corazón de pastor, que les explique las cosas y que les ayude a resolver lo que necesiten. Este distanciamiento pastoral es determinante.
Algunos de los que se alejan de la Iglesia Católica, emigran hacia confesiones evangélicas, protestantes o simplemente cristianas. La mayoría lo hace de buen corazón, porque buscan a Dios, sienten necesidad de su Palabra y de la oración comunitaria; otros lo hacen porque allá no encuentran las mismas normas y se les recibe con gran cariño, aunque con el tiempo les resulta gravoso tener que cubrir diezmos de todo.
Los que declararon en el censo pertenecer a confesiones cristianas no católicas aumentaron de 9.7 a 14.09 millones. Lo más preocupante es que 3.1 millones se declararon creyentes, pero sin adscripción religiosa; es decir, son como independientes, con una religión a su manera. A estos hay que agregar 9.48 millones que dicen no tener ninguna religión. Entre ambos grupos, ascienden al 9.98% de la población nacional: más de 12 millones. Son estos los más alejados, algunos enemigos acérrimos, la mayoría indiferentes a cualquier religión. Algunos se refugian en movimientos esotéricos. Hay un fuerte movimiento mundial de deshacerse de todo tipo de institución, para irse por la libre; pero pueden acabar en el despeñadero. Si un ciego guía a otro ciego…
Pensar
El Papa Francisco, en su exhortación Evangelii gaudium, en que nos presenta su sueño de renovación eclesial, nos dice: “Quiero invitarlos a una nueva etapa evangelizadora marcada por la alegría, e indicar caminos para la marcha de la Iglesia en los próximos años” (1). “Un evangelizador no debería tener permanentemente cara de funeral. Recobremos y acrecentemos el fervor, la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas. Ojalá el mundo actual pueda recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo” (10).
“Cristo es el Evangelio eterno. Su riqueza y su hermosura son inagotables. Él siempre puede, con su novedad, renovar nuestra vida y nuestra comunidad. Aunque atraviese épocas oscuras y debilidades eclesiales, la propuesta cristiana nunca envejece. Jesucristo también puede romper los esquemas aburridos en los cuales pretendemos encerrarlo y nos sorprende con su constante creatividad divina. Cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual” (11).
“La Iglesia está llamada a ser siempre la casa abierta del Padre. Uno de los signos concretos de esa apertura es tener templos con las puertas abiertas en todas partes, no la frialdad de unas puertas cerradas. Hay otras puertas que tampoco se deben cerrar. Tampoco las puertas de los sacramentos deberían cerrarse por una razón cualquiera. A menudo nos comportamos como controladores de la gracia y no como facilitadores. La Iglesia no es una aduana. Es la casa paterna, donde hay lugar para cada uno, con su vida a cuestas” (47).
“Salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo. Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos. Si algo debe inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida. Más que el temor a equivocarnos, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: “¡Denles ustedes de comer!” [Mc 6,37]” (49).
“¡Cómo quisiera encontrar las palabras para alentar una etapa evangelizadora más fervorosa, alegre, generosa, audaz, llena de amor hasta el fin y de vida contagiosa!” (261).
Actuar
Que el Espíritu Santo nos ayude a hacer un examen de conciencia y reconocer nuestras deficiencias personales y eclesiales, para que sigamos esforzándonos por una evangelización que sea nueva en su ardor, en sus métodos y expresiones.
*Obispo Emérito de SCLC