En 2018 y 2019 se recibieron más de diez millones de peregrinos de todo el mundo en la Basílica de Guadalupe.

Desde mediados del siglo XVII hasta la fecha, el culto a la Virgen de Guadalupe ha estado en permanente expansión”, dice la investigadora del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM, Gisela von Wobeser, al hablarnos de su libro más reciente Orígenes del culto a Nuestra Señora de Guadalupe 1521-1688 (UNAM/FCE, 2019).

Detalla que actualmente dicho culto es la devoción católica de mayor crecimiento. En efecto, cada año millones de devotos llegan a la Ciudad de México para venerar a la imagen guadalupana. Se calcula que en 2018 y 2019 se recibieron más de diez millones de peregrinos por año, provenientes de muchas partes del país y del extranjero. Unos llegaron en convoyes de varios autobuses, otros en bicicletas y una buena parte caminando, en ocasiones hasta 500 kilómetros. Además, la Virgen mexicana es venerada en numerosas iglesias y altares dedicados a ella, tanto en México, como en otras partes del mundo.

En 2020, la pandemia hizo que la afluencia de peregrinos en el años fuera mucho menor, además que el cierre de la Basílica y sus calles aledañas el 12 de diciembre y días anteriores, derivó en números mucho menores, sin embargo, la devoción continúa en aumento.

Fundación de una ermita en el Tepeyac dedicada a “la madre de Dios”

La investigadora nos dice que el culto a la Virgen de Guadalupe se remonta a los primeros años después de la Conquista (ca.1525), cuando frailes franciscanos edificaron una ermita en el cerro del Tepeyac, al norte de la Ciudad de México. En este cerro antiguamente había un santuario prehispánico, en el que se veneraba, entre otras deidades, a la diosa Tonantzin Cihuacóatl.

Dicha ermita fue dedicada a la virgen María como madre de Dios, sin aludir a una advocación específica. Según Bernardino de Sahagún, se trató de un culto de sustitución, es decir, la intención de los frailes fue que los indios sustituyeran la devoción que tenían a Tonantzin por la de la virgen María.

No hay información sobre el momento en el que los frailes colocaron el sagrado lienzo, que hoy día está en la Basílica de Guadalupe, dentro de la ermita, pero, nos dice la investigadora, lo más probable que haya estado allí desde el momento de la fundación.

Lo que consta es que, a mediados del siglo XVI, es decir unos 30 años después, la sagrada imagen contaba con numerosos devotos, que le atribuían poderes milagrosos, sin que, en ese momento creyeran que la imagen misma era producto de un milagro.

La pintura de la Virgen se realizó conforme un modelo iconográfico medieval, conocido como mulier amicta sole (mujer vestida de sol), utilizado en Flandes y en Alemania para representar a la virgen María. Coinciden con dicho modelo el hecho de que la Virgen esté parada sobre una media luna, rodeada de rayos solares, con una corona sobre la cabeza.

Elementos secundarios de este modelo son la túnica y capa que llegan hasta los pies y forman pliegues angulosos, la flexión en la rodilla izquierda de la Virgen, la alternancia entre un rayo recto y otro flamígero y el recogimiento del manto con el brazo izquierdo.

Francisco de Bustamante, quien hacia mediados del siglo XVI era provincial de la orden de San Francisco, atribuyó la hechura de la pintura de la Virgen de Guadalupe al “indio Marcos”. “Probablemente se trate del connotado pintor indígena Marcos Cipac Aquino, quien trabajó para los franciscanos”, dice la investigadora.

Marcos debió formarse como artista en el convento franciscano de la ciudad de México. Durante los primeros años después de la conquista, con el fin de cubrir la demanda de imágenes, los franciscanos crearon un colegio de artes y oficios, en el mencionado convento, en el que enseñaron oficios a la usanza europea, como el de tallador, escultor, ebanista, dorador y pintor.

Como los indígenas no sabían cómo representar a las figuras celestiales y demoniacas y no estaban familiarizados con los pasajes bíblicos, los frailes les proporcionaban estampas para copiarlas o tomar elementos de ellas, lo que, por demás, era muy común en la época.

En particular, el modelo utilizado por Marcos para pintar a la Virgen de Guadalupe fue un grabado flamenco del siglo XV, conocido como La Virgen en la Gloria, fechado hacia 1420. La pintura de la Virgen de Guadalupe es muy similar a esta obra en cuanto al trazo, las facciones del rostro, la proporción de sus miembros, la postura corporal y la vestimenta, así como a las características del ángel que aparece al pie de la Virgen. “Las diferencias entre las dos imágenes quizá se deban a los objetivos de los franciscanos”, dice la investigadora.

Pero Marcos no hizo una copia literal, sino adaptaciones, tal vez por propia iniciativa o quizá a instancia de quienes le encargaron la pintura, que debieron ser frailes franciscanos. En primer término, pintó a la Virgen mexicana sin el niño que tiene en brazos la flamenca. Esto se debe a que la orden de San Francisco promovía entonces el culto a la Virgen como Inmaculada Concepción, y todas las que, en esa época, se pintaron en el ámbito franciscano carecen del niño.

El segundo cambio más notorio es que la virgen flamenca tiene el cabello rizado y suelto y el de la mexicana es negro y lacio. Quizás el cabello rubio, rizado y flotante resultaba extraño para los indígenas, por lo que a nuestra Virgen de Guadalupe le hizo un peinado similar al de las indígenas casadas nobles: de raya en medio con el cabello pegado a las sienes.

Asimismo, le oscureció los ojos y le colocó el manto sobre la cabeza, dejando únicamente descubiertas las sienes. Otra modificación importante es que colocó sus manos en posición orante, con lo que le confirió un mayor recogimiento.
Montúfar bautiza la imagen de la Virgen con el sobrenombre de Guadalupe

Cuando, a mediados del siglo XVI, el recién nombrado arzobispo de México, Alonso de Montúfar, llegó a la Nueva España se dio cuenta del potencial devocional y económico que tenía el santuario del Tepeyac, con la imagen de la Virgen, que ya entonces era considerada milagrosa. Observó que la ermita tenía muchos adeptos, tanto españoles como indígenas y sacó provecho tanto personal como institucional de este culto.

Con el fin de dar mayor identidad a la imagen de la Virgen, que, como se dijo, sólo representaba a la madre de Dios, en abstracto, “de manera inteligente, aunque poco ética, la bautizó con el sobrenombre de Guadalupe, usurpando el de la Virgen extremeña de Las Villuercas.

“Fue un acto indebido, ya que se trataba de dos devociones diferentes y, además carecía del permiso de la casa matriz española”. Se trata de dos imágenes con características antagónicas, pero en una época en la que no había un acceso fácil a las imágenes muchos no la conocían y creyeron que era la misma. “De esta manera, la devoción de la Virgen de Guadalupe española se trasplantó a la Nueva España”.

Fue un golpe magistral ya que, en ese momento, la Virgen de Guadalupe extremeña era la devoción mariana más importante de España. Su culto se extendía por toda la península y era protegido por los reyes. Se acostumbraba que sus devotos le dejaran legados como agradecimiento por favores recibidos, así como para solicitar su intermediación.

Al hurtarle el nombre, la Guadalupana mexicana capitalizó una parte del capital espiritual de la extremeña, y se benefició económicamente, ya que muchos novohispanos creyeron que se trataba de la misma devoción. Así, la ermita del Tepeyac se quedó con los donativos que muchas personas hacían a la Virgen de Guadalupe al morir y que no especificaban a cuál de las dos iban dirigidos.

Como la promoción del culto a la virgen mexicana resultó en detrimento del de la extremeña, en 1574, llegó a Nueva España fray Diego de Santa María, uno de los monjes jerónimos custodios del santuario extremeño. Traía la encomienda de canalizar una parte de las limosnas a la virgen mexicana hacia la casa matriz, pero regresó a España con las manos vacías porque se dio cuenta que los dos santuarios guadalupanos eran diferentes.

Santa María escribió dos cartas al rey en las que se queja de la baja de ingresos que ellos habían tenido y de la disminución de la devoción a la extremeña. Solicita que se transfiera la administración de la ermita del Tepeyac a su orden, o en su defecto, que le retiren el nombre de Guadalupe a la virgen mexicana. Al no ocurrir ninguna de las dos cosas, “poco a poco la virgen mexicana le fue comiendo el mandado a la española, y hoy en la misma España hay más devoción a la Virgen del Tepeyac que a la española, claro está, salvo en la región de Las Villuercas”.

Controversia entre el arzobispo y el prior franciscano en torno a los milagros atribuidos a la imagen de la Virgen de Guadalupe

El primer documento extenso sobre el culto guadalupano data de 1556 y se refiere a una controversia que surgió entre el entonces arzobispo de México, Alonso de Montúfar, y Bustamante, el mencionado prior franciscano. El conflicto inició el 6 de septiembre de 1556, cuando Montúfar ofició una misa durante la cual afirmó que la imagen de la Virgen de Guadalupe hacía milagros.

Dos días después, el 8 de septiembre, durante una misa celebrada en honor a la natividad de la Virgen María, en el convento de San Francisco de la Ciudad de México, en presencia del virrey y de la corte, Bustamante censuró duramente las afirmaciones de Montufar. Entre otras cosas, cuestionó que a la imagen se le atribuyeran milagros, si apenas ayer la había pintado el indio Marcos.

Aunque el culto a la Guadalupana lo habían iniciado los franciscanos, los miembros de la segunda generación de esta orden, desaprobaron la forma como sus antecesores habían evangelizado a los indios. Según ellos habían fomentado un culto herético (que merecía la condenación eterna en el infierno) porque sospechaban que, solapados detrás del culto a la Virgen, en realidad estaban adorando a Tonantzin, o que adoraban a la Virgen como si fuera una diosa.

Alonso de Montúfar interpuso una demanda contra Bustamante por las ideas expresadas acerca de la devoción y culto de Nuestra Señora de Guadalupe. Los interrogatorios de Montúfar a los testigos del sermón se publicaron más de tres siglos después, en 1888, con el título de “Informaciones de 1556”.

Por diversos motivos el sermón de Bustamante fue muy censurado, pero nadie objetó el hecho de que haya atribuido la imagen a un indio y nadie mencionó las apariciones de la Virgen, ni se refirió a Juan Diego. “A todos pareció normal que la imagen hubiera sido hecha por manos humanas. Esto se explica porque, en el imaginario de los fieles, todavía no había surgido la idea de las apariciones de la Virgen”, dice Gisela von Wobeser.

El surgimiento de la narración aparicionista

No hay documentos civiles ni eclesiásticos de las apariciones marianas correspondientes al siglo XVI. Estos supuestos hechos están ausentes en la extensísima obra de Juan de Zumárraga, quien según la narración aparicionista fue partícipe y testigo de lo sucedido. No se mencionan en los informes de los virreyes y dignidades eclesiásticas. Tampoco están consignados en las crónicas conventuales, ni en la amplia documentación en náhuatl que se conserva.

Los primeros indicios sobre las apariciones son de principios del siglo XVII. Durante las primeras décadas, la leyenda se trasmitió sólo oralmente. Hay algunos indicios de que la leyenda de Juan Diego surgió entre los indígenas durante la segunda mitad del siglo XVII gracias a que las versiones escritas más antiguas que se conocen, como el Inin huei tlamahuizoltzin y el Nican Mopohua, están en náhuatl.

Desafortunadamente estos documentos son anónimos y no están datados, de manera que no se puede establecer con exactitud la fecha en que fueron elaborados. El más importante de estos escritos es el Nican Mopohua, un texto de gran belleza literaria y la principal fuente de la tradición aparicionista guadalupana. Aunque es anónimo, se atribuye al indígena Antonio Valeriano, uno de los eruditos más reconocidos de su época.

El primer documento fechado, en el que se describe la secuencia de apariciones de la Virgen de Guadalupe es de 1648 y lleva por título “Imagen de la Virgen María, Madre de Dios de Guadalupe”, y fue escrito por el teólogo Miguel Sánchez. “Con esta publicación se consolidó la trama narrativa de la leyenda, a la vez que adquirió un sustento teológico y se adaptó al público español culto”, dice Von Wobeser.

Según especifica Sánchez en el prólogo de su libro, él no encontró documentos en los archivos eclesiásticos para fundamentar la historia, por lo que tuvo que buscar entre los escritos indígenas, entre los que encontró un manuscrito, que suponemos fue el Nican Mopohua, dadas las coincidencias narrativas de los dos textos.

Los principales méritos del texto de Sánchez fue haber puesto por escrito y publicado lo que sólo se conocía por tradición y haberle dado un sustento teológico a la relación de las apariciones, con base en el Apocalipsis de San Juan.

Según Sánchez, la narrativa de las apariciones fue la siguiente: A principios de diciembre [no establece las fechas precisas] la Virgen se apareció cuatro veces, en el cerro del Tepeyac a Juan Diego, un indígena vecino de Cuautitlán.

En las dos primeras apariciones, la Virgen pidió a Juan Diego que informara al obispo de México, fray Juan de Zumárraga, que quería que le construyera una iglesia en el lugar de las apariciones para que ella se convirtiera en patrona de los novohispanos y su intermediaria ante Dios. Zumárraga no creyó en la historia, así que le pidió una prueba de que lo que decía era verdad.

La Virgen mandó a Juan Diego a que en la parte alta del cerro del Tepeyac cortara rosas de Castilla para que se las llevara al obispo. Juan Diego recogió las flores en su tilma, una manta de algodón que llevaba anudada a los hombros; al extenderla frente a Zumárraga, las flores cayeron al suelo y la imagen de la Virgen quedó estampada en la tela.

En la quinta aparición, esta vez a Juan Bernardino, tío de Juan Diego, la Virgen realizó su primer milagro: curó a Bernardino de la peste. Convencido ante los milagros, Zumárraga mandó construir la iglesia en la que depositó la tilma con la imagen, atribuida a los ángeles o incluso a Dios mismo.

A partir de la publicación de la obra de Sánchez la narración de las apariciones se popularizó mediante varias obras sobre el tema, así como a través de los sermones y mediante la catequesis. A lo largo del tiempo se fusionó con el culto hasta volverse inseparable.

“Aunque culto a la Virgen de Guadalupe ha llegado a muchos países, incluso de Europa y hasta de Asia, en México el guadalupanismo es una manera de identificarnos, es un símbolo muy importante”, dice Gisela von Wobeser. “Creo que es un elemento de cohesión porque no tiene esta parte política, como los partidos, por lo cual todo mundo puede identificarse con la virgen sin mayor problema”, finalizó la académica universitaria.