Siempre me ha llamado mucho la atención la manía que tenemos los seres humanos para intentar definir o encasillar de alguna manera nuestros actos y que basándonos en dicha categorización solemos juzgar a las personas en lo general. También entra otro elemento en la ecuación: ¿por qué, una vez que hemos aceptado estas dos vertientes, optamos por una o por otra?
A lo largo de los años, y antes de que existiesen como tal las leyes, la intención de agradar a la deidad en turno nos hacía conducirnos de una u otra manera, posteriormente la promesa de una vida eterna –o su contraparte, la condena– nos llevaba a buscar conseguir “puntos” para librarnos de ese castigo no deseado. Ya, con la sociedad medianamente establecida, y bajo el paraguas de leyes que sancionaban las malas conductas, optar por lo bueno era -y sigue siendo– lo más sensato, pero hay un gran pero.
¿Por qué somos buenos?
Hobbes dice que somos malos por naturaleza y que necesitamos de un poder –o fuerza– mayor que nos controle. Rousseau, por su parte, y tomando de ejemplo al ser humano que vive en estado salvaje, argumenta que somos empáticos y buenos y que es “la propiedad”, ese ímpetu por decir que algo es mío, lo que nos hace desviarnos. El eros y tánatos de Freud buscan dar un equilibro a estas posturas y por ende ambas conviven de cierta manera tratando así de siempre encontrar un balance; aunque definir la maldad o la bondad, innata o no, no responde la pregunta.
Erich Fromm (2000) habla de consensos y de que son precisamente estos los que hacen que una sociedad funcione determinando qué es bueno y qué es malo. Y que claro, para lograr una sana convivencia, optamos por lo bueno. En contra parte, uno de los argumentos en los típicos debates ateos vs. creyentes es, precisamente, que los primeros, dicen, no necesitan a un dios para ser buenos o tener conductas moralmente aceptadas. Los creyentes, en opuesto, aunque aceptan con atenuantes la postura, concluyen que es su dios esa guía moral que necesita el ser humano para conducirse.
Pero aquí viene lo más interesante de todo esto: el miedo. Dejando de lado la hipotética –o no– concupiscencia, el miedo y el ego juegan mucho en la conducta humana. El miedo a llegar al infierno, en el caso de los creyentes, o de pasar un tiempo en la cárcel, o el miedo a que la sociedad nos vea feo porque no somos buenos. Y, a esto último, le sumamos el ego: ¿cuántas veces el impulso por ser reconocidos no lleva a muchos a hacer cosas buenas?
Y es entonces cuando podemos preguntarnos: ¿hacer cosas buenas, con o sin interés, nos hace buenos o es el hacer el bien sin mirar a quién lo que nos hace realmente buenas personas?, ¿o acaso tener gestos bondadosos sin esperar nada a cambio es sinónimo de bondad?, ¿o si hacemos el bien por miedo –al infierno, la sociedad, la ley– somos realmente buenos o no?, ¿o es necesario el desinterés para validarnos como buenos?
«¿Es usted un demonio? Soy un hombre. Y por lo tanto tengo dentro de mí todos los demonios» Gilbert Keith Chesterton, (escritor británico).