Una triada central pareciera diagnosticar con indudable precisión si somos o no seguidores de Cristo: nuestra fe en la supremacía absoluta y cimera de Dios y de todo lo que Dios representa (en especial sus valores morales), el llevar a la práctica constantemente dichos estatutos y, por último, cargar la cruz que él mismo nos ha asignado y seguirlo, incluso a través de los más oscuros valles de sombra de muerte. La correlación tanto entre lo que pensamos y decimos, como lo que hacemos (es decir, la integración entre la fe y los frutos invariables que de ésta se derivan) es igual de importante (en nuestro extenuante caminar hacia la luz) que la aceptación plena de las responsabilidades personales que Dios nos ha asignado y nuestra adecuada respuesta hacia el cumplimiento de las mismas.

Y es que no sólo ya es enormemente problemático enemistarnos con la fe, sus respectivos frutos y con la libertad de hacernos responsables de nuestros propios retos y problemas personales (con el hacer nuestras aquellas circunstancias que indudablemente se encuentran dentro de nuestros alcances para llegar a ser resueltas y/o cambiadas); sino que es igualmente problemática la inevitable realidad de que, el vacío que se provoque como consecuencia de la ausencia de nuestra fe, será lógica e invariablemente llenado por conceptos contrarios a la misma; el desterrar, por ejemplo, a toda esperanza del fondo de mi alma, es simultáneamente darle cobijo en su interior a la desesperación; el ahuyentar a la buena fe, entonces, es convertirnos en anfitriones no sólo de la mala fe, sino incluso del fanatismo (o sea, nuestra falaz idolatría hacia lo que sea: la naturaleza, la ciencia -no como un proceso empírico y verificable para adquirir conocimientos en relación con el universo y la materia {un simple medio}, sino como un último fin, por encima de todo valor moral y ético posible-; o nuestra posible idolatría hacia la razón, el poder, el dinero, la belleza, el sexo, la fama o lo que sea). Y, por cierto, es muy probable que el objeto de nuestra idolatría no sea necesariamente malo en sí mismo, en absoluto, pero el problema es que sí es menos bueno que el mayor de todos los bienes posibles (es decir, mucho menor a Dios y a todo lo bueno que Él representa). Así que no es que el amar a Dios sobre todas las cosas (darle el lugar más que merecido a lo más bueno posible entre todo lo que es bueno) sea incompatible con la belleza, el dinero, la naturaleza y/o el poder, para nada; una cosa no excluye a la otra. El chiste es sólo que, en caso de posible controversia entre las partes (en que una cruel disyuntiva de la vida nos coloque en la difícil encrucijada de tener que escoger a una sobre la otra), nos inclinemos, lógicamente, no por lo bueno, sino por lo más bueno.

Si no lo hacemos, entonces estaríamos, precisamente, idolatrando al bien menor (adorando al dinero, en vez de al amor o a la bondad, por ejemplo, y los resultados de ello créeme que pueden resultar mucho más que catastróficos).
No es casualidad que, filosofías falaces y utópicas de tintes materialistas (auténticas distopías de la vida real, que no sólo nos prometían la abundancia en la tierra de recursos materiales, sino que por casi dos siglos sólo han logrado demostrarnos que producen invariablemente justo los resultados opuestos a los prometidos -resultados que además incluyen un estimado de 100 millones de víctimas civiles mortales, producto directo de tan diabólicas ideologías-), no es casual, decía, que esas falsas ideas sean rabiosamente ateas de una u otra forma (como lo fueron, por un lado, el fascismo y, por el otro, el socialismo y el comunismo -e incluyo, por supuesto, al fascismo, debido a que éste se ha empeñado siempre en que adoremos cimeramente a nuestro líder supremo en turno y/o al partido que lo representa, en vez de a Dios y a su nutrido cúmulo de insuperables valores éticos-).
Y es precisamente el núcleo mismo de semejantes movimientos radicales y totalitarios, por un lado, la idolatría al poder (es decir, a la voluntad del pueblo y/o de la raza “superior”, en el caso del fascismo), y, por el otro, la idolatría al dinero (a los bienes materiales, en el caso tanto del socialismo de todo tipo y del comunismo); Y tampoco es coincidencia que semejante centro ideológico haya sido gestado justo en los oscuros tiempos en los que los sectores más putrefactos del intelecto occidental de origen ilustrado, redactaban, entre lágrimas y risas, el acta de defunción del Dios de Abraham, Moisés y de Nuestro Salvador, Jesucristo.

Y, por otro lado, ¿Cuál es entonces la contra parte de renunciar a nuestras responsabilidades personales? Lógicamente, que alguien más terminará llevándolas a cabo por nosotros. ¿Y cuál es la consecuencia lógica de que alguien más haga lo anterior, es decir, que básicamente controle el volante de nuestra propia existencia? Que ese otro (llámese gobierno, pareja, progenitor o lo que sea), es el que tomará las decisiones por nosotros. En pocas palabras, el tirar nuestra cruz (nuestras responsabilidades personales) es también tirar por la borda nuestra propia libertad y, consecuentemente, someternos a la voluntad del tirano a cargo de supuestamente “resolvernos la vida” (pues el tirano es, a fin de cuentas, el especialista en tomar decisiones que no le corresponden -es decir, aquel que siempre elegirá por él y también por los otros-).

¿Y qué hay, por último, de nuestras propias obras?
Nuestros frutos, son invariablemente el resultado de nuestras creencias (la consecuencia inevitable de nuestra fe -y la fe no necesariamente es aquello en lo que decimos que creemos {pues muchas veces nos mentimos incluso a nosotros mismos, y decimos que creemos en algo, pero nuestros actos, contrarios a nuestras palabras, terminan por desmentirnos}-, sino que la fe es aquello en lo que en realidad creemos-). Por lo tanto, los frutos que producimos son la manera sensible (tangible y verificable) de comprobar aquello en lo que la gente realmente cree (aquello que realmente piensa).
Son entonces los frutos una genuina radiografía de alta resolución del corazón del hombre (de la esencia misma de su fe y de sus creencias personales).
En pocas palabras, aquel que dice creer que “primero los pobres”, pero, en la realidad, multiplica a los pobres, no sólo no los ama a ellos y a su eventual prosperidad, sino que en verdad los odia con toda la furia de su resentido y envidioso espíritu.
Así que, sin duda alguna, son muchísimas las virtudes y los dones que debemos perseguir y suplicar al cielo que lleguen a colmar nuestra existencia, pero posiblemente la fe, los frutos y la libertad (la de tomar nuestra propia cruz y seguir el camino del Mesías y los mandamientos de su Padre), sean las respectivas e indispensables alas de la aeronave que requerimos “para subir al cielo” (como dice la canción).