Un hombre ejemplar (justo y genuinamente temeroso de las consecuencias que conllevaría la desobediencia a la impecable ley del Dios de sus padres) se aproxima con deferencia a Jesús, y éste último, después de reconocer amorosamente en él sus indudables logros y virtudes, lo invita a seguir avanzando (perseverando) en dicho camino de perfeccionamiento y crecimiento personal, para así salvar su propia alma (e incluso la de muchos otros) y poder vivir eterna y consecuentemente bajo el cálido cobijo del Padre.
El hombre, que posiblemente pretendía tan sólo jactarse y fortalecer su autoestima por medio de la aceptación y/o la admiración incondicional del maestro bueno, prefiere estancarse en los mortales pantanos de sus peligrosas zonas de placer y de confort, negándose entonces a aceptar la envidiable invitación del Hijo del Hombre para que lo siga en su aventura imposible de transformar al mundo y a las almas de los hombres.
“Comenzar es de todos; perseverar de santos.”, diría sabia y brillantemente San Josemaría Escrivá de Balaguer durante el transcurso del siglo pasado.
Es casi producto de extrema ternura el observar a varios científicos ingenuos de tan sólo hace unas cuántas décadas atrás, hablar con una fe cuasi inquebrantable de “la infinitud del universo”, cuando ahora ya sabemos que éste, tanto en tiempo como en forma, vaya que tiene un principio y un fin.
Pero el crecimiento de la mente y del espíritu humano, como lo hemos sostenido los teístas no desde hace décadas atrás, sino de milenios y milenios enteros, es indudable y absolutamente imposible de ser detenido en este mundo por factores externos, a no ser por medio de las heladas e inquebrantables manos de la propia muerte.
Esa infinitud verdadera e impensable queda plasmada en la aparentemente ridícula declaración del hombre más inteligente de todo el mundo antiguo, al momento de declarar con auténtica honestidad que él sólo sabe, que no sabe nada.
Y es que siempre, en relación con la infinidad avasallante de la omnisciencia, seremos todos unos eternos y absolutos ignorantes.
Y el más justo y santo de entre los más justos y santos de todo tiempo y espacio existente y por existir, será un diminuto demonio, despreciable y perverso, en comparación con Aquel que es Todo Bondad.
Es por todo lo anterior que la Gracia de Dios va perfectamente de la mano de la acción humana, fruto de un genuino y cimero amor hacia Dios y hacia todos los infinitos e insuperables valores y virtudes que Él representa (la sabiduría, el amor, la justicia, la bondad, la verdad, la vida, etc.)
Por eso es que la misión de todo cristiano no es sólo ser bueno; ni siquiera ser santo. El objetivo perenne de todo auténtico seguidor de Cristo es mucho mayor que todos los anteriores: imitar con fidelidad absoluta, hasta la muerte del cuerpo o hasta que se alcance la propia perfección del Hijo (e incluso mucho más allá de tan imposible y lejano punto) admirar e imitar, decía, al propio Jesús, al punto (y más allá del punto) de lograr producir (en este y todos los mundos posibles) un conglomerado de frutos incluso mayores a aquellos con los que generosa e inmerecidamente nos colmó el Mesías prometido durante su breve y heroica visita a la Tierra.
Y es que ante el avance inmisericorde de la banda del tiempo (que nos atrae cruel y constantemente justo hacia las fauces voraces del poderoso Cronos), el detenernos, es equivalente a retroceder.
Por lo tanto, es simplemente imposible amar a Dios y, al mismo tiempo, no esforzarnos de forma constante y perpetua en ser menos malos a cada instante, de tal manera que la mordida final y mortal, que perpetrarán de modo eventual y en contra nuestra los diabólicos colmillos del dios del tiempo, termine por arrebatarnos la vida, pero justo en medio de nuestro incansable caminar hacia los cielos, y no en dirección a la eterna e insoportable perdición de los avernos.