Si tenemos un ápice de honestidad intelectual, nos daremos cuenta de que el núcleo del mensaje digamos que en términos materiales, sociales y/o terrenales de la doctrina cristiana (y esto muy independientemente de que la consideremos buena o mala, verdadera o falsa, etc.), es amar al prójimo como a ti mismo (en pocas palabras, el citado mandato le indica a sus seguidores primeramente que tienen que amarse de forma adecuada y correcta a ellos mismos, para que así, justo de ese mismo modo, puedan amar a todos sus semejantes, como una especie de segundo paso del proceso amoroso en cuestión).

Si entendemos a fondo lo anterior, nos daremos cuenta de que desatendernos a nosotros mismos por atender a otros, por ejemplo, no es precisamente lo que semejante propuesta filosófica pareciera proponer.

Pero, ¿qué no la cúspide de los cristianos es el martirio, es decir, el valeroso heroísmo de dar la vida por la Verdad, la Justicia y/o el prójimo? ¿No son, entonces, enteramente contradictorias y, por lo tanto, enteramente irreconciliables entre sí estas dos ideas?

La realidad es que no, en absoluto.

¿Es entonces dar las sobras a los necesitados lo que propone esa doctrina? ¿Qué no Teresa de Calcuta, por ejemplo, hablaba de amar hasta que doliera y, amar hasta que duela no es, precisamente, un perfecto antónimo de dar a la caridad tan sólo nuestras sobras, mismas que obviamente tienen ya un valor nulo para nosotros?

Tampoco.

En realidad, la esencia de la santidad (digamos que del objetivo supremo de todo cristiano) no es necesariamente el martirio per sé, es decir, el dar la vida por amor y en pro de la justicia y el inocente, sino tan sólo el estar genuinamente dispuesto a hacerlo, en caso de que llegara aquel decisivo momento de encontrarnos sumergidos dentro de tan oscura y aflictiva encrucijada.

En pocas palabras, semejante sistema de valores no pretende ni que sean sus seguidores suicidas ni masoquistas ni mucho menos (todo lo contrario, de hecho), sino que se amen y se hagan responsables de sí mismos (de sus respectivas “cruces”, es decir, de todo su inmenso bagaje personal, ese abundante cúmulo de imperfección y de retos particulares de vida, como ya se mencionaba muy al inicio de este escrito) pero que, en caso digamos que de emergencia, estemos entera y simultáneamente dispuestos a darlo todo (incluso nuestra propia vida) intentando defender aquellos valores universales que, en términos jerárquicos, son incluso superiores a la vida misma.

Para los liberales de corte agnóstico y/o ateo, la vida humana es el valor más elevado que pueda existir en el universo (muy por encima de la propia libertad individual y del respeto irrestricto a la propiedad privada del mismo).

Pero para el teísta (incluso para aquel que es simultáneamente liberal en términos políticos y/o económicos), la vida humana es igualmente sagrada, pero existe un valor ético y metafísico Supremo, Inmutable e Insuperable, que se eleva muy por encima incluso de la vida misma y de todas las libertades inalienables del individuo.

Ese valor cimero es nada menos que el amor (y, naturalmente, la Fuente de aguas vivas e inagotables del que éste triunfal y milagrosamente emerge).

Esos, en muy resumidas cuentas, son los elegidos (es decir, aquellos que aman al amor y al Dios Verdadero y Eterno muy por encima de sí mismos, incluso de su propia vida).

Esos, en muy resumidas cuentas, son los valores absolutos, eternos e inmortales que trascenderán al fin del mundo, del universo y del multiverso entero: el amor verdadero, así como enteramente comprobable, por medio de nuestros heroicos, oportunos y desinteresados actos caritativos (los que, al igual que en relación con la trágica escatología global anunciada por el Cristo, no sabemos con exactitud -ni el tiempo ni la hora- cuándo o siquiera si eventualmente tendremos que llegar a llevarlos a cabo, es decir, si en algún momento vendrá o no aquella terrible prueba de fuego, en la que dependerá tan sólo de nosotros mismos el caminar cuesta arriba por el sendero angosto del amor y del sacrificio -incluso el de la valiente entrega de nuestra propia vida al servicio de Dios y su Divina Ley-, o el de elegir, agobiados por la cobardía o tal vez por el exceso de autoestima, desentendernos de ese cáliz brutalmente amargo e injusto que el cruel destino bien podría llegar a colocar frente a nuestros temblorosos labios en algún momento de nuestra tan frágil y tan breve existencia terrena).