Un bautizo de penitencia para el perdón de los pecados, es predicado por Juan el Bautista, lo que, a su vez, preparará al mundo para la llegada del Cristo.

¿Cómo funciona, exactamente, todo lo anterior, en el mundo práctico (en nuestro día a día)?

La penitencia es un acto (una acción) precedida por tres cosas (dos pensamientos y una palabra o discurso, respectivamente hablando): 1.- La aceptación y/o el reconocimiento íntimo y personal de que nos hemos equivocado. 2.- El arrepentimiento (que es algo más que el simplemente reconocer un error nuestro, pues el arrepentimiento implica la entera disposición presente de no volver a equivocarnos de ese modo a futuro -en pocas palabras, yo puedo fumar y que el médico me diga y me compruebe que semejante acción me está matando {saber perfectamente que el fumar es malo}, pero aun así, puedo no sólo seguir haciéndolo, sino sencillamente no arrepentirme de mis negativas y autodestructivas acciones -total, de algo tendré que morirme, además, vida sólo hay una, y no pienso irme sin haberla disfrutado al máximo, ¡carpe diem!, etc.-), y: 3.- El disculparnos con la persona a la que hayamos ofendido y/o hecho daño (hablar con ella y expresarle con total y absoluto estoicismo y sinceridad, que hemos aceptado nuestro error y que nos encontramos profundamente arrepentidos de haber actuado de semejante manera para con ella o para con ellos).

Pero los tres anteriores pasos no son suficientes para que pueda brotar ya la aromática flor del huerto del perdón hacia mi persona, sino que lo que aún le hace falta a semejante proceso (además de mi solemne y plenamente consciente promesa, para con aquel que he ofendido, de que no volveré a agredirlo de la particular manera en que lo he hecho), lo que aún resta, decía, es nada menos que la penitencia.

La penitencia, en términos prácticos, consiste básicamente en resarcir el daño que hayamos ocasionado: si te robé 50 pesos, mi penitencia no sólo consiste en devolverte aquellos 50 pesos, sino en entregarte un total de cien, debido a los daños que mis criminales acciones te pudieran haber ocasionado. Es entonces la penitencia un acto en perfecta concordia y amistad con la libertad (pues la verdadera penitencia jamás se le impone al penitente), la justicia y la bondad.

¿Pero qué sucede cuando pecamos en contra de Dios y de su Ley Divina? ¿A caso puedo resarcir un “daño” hacia aquel que es, por definición, Todopoderoso y, por ende, hacia aquel que es imposible que mi insignificancia personal sea capaz de dañar, siquiera de la manera más pequeña e inofensiva posible?

Precisamente para casos como el anterior, así como también para situaciones en las que el daño es moral y no material (como lo sería una traición en vez de los cincuenta pesos que te robé), la penitencia o acción de resarcir el daño ocasionado no se omite, sino que se torna, sin lugar a dudas, también en una acción moral, personal y concreta, pero ya no de corte material, sino más bien simbólico.

Sería la anterior, entonces, una acción moral (es decir, positiva), porque lo que yo haga ahora tendrá que ser bueno en vez de malo, y sería también una acción personal en el sentido de que no sería la solución, por ejemplo, que ahora tú me traicionaras a mí, en absoluto (lo que implicaría inacción de mi parte e inmoralidad de la tuya), si no que yo haga algo muy en específico que pueda demostrar de forma razonable que reconozco mis errores y que estoy arrepentido de haberlos cometido, es decir, que mis sentimientos y mi palabra están en perfecta armonía, así como debidamente sustentados, en acciones o hechos, perfectamente sincronizados con mis pensamientos y con mis palabras (en muy resumidas cuentas, hechos, no palabras, como se diría popularmente).

Así que, si te fui infiel, mi penitencia podría ser acudir a un grupo o terapia de apoyo para combatir mi presunto alcoholismo y, de esta manera, demostrarte con hechos que hablo completamente en serio al haberme arrepentido y disculpado para contigo por mis inmorales acciones en tu contra (por poner un ejemplo en concreto).

Claro que el combatir mi presunto alcoholismo no “deshace” mi infidelidad, en absoluto (de hecho, es probable que mi vicio de intoxicarme tenga muy poco o nada que ver con mi otro vicio de serte infiel), y de ahí que, a falta de poder realmente resarcir el daño que te ocasioné (pues, insisto, ya no puedo regresar en el tiempo y deshacer mi deplorable infidelidad hacia tu persona), no me quede más que actuar de una manera positiva, aunque enteramente simbólica.

Y después de este cuarto eslabón en la cadena del perdón, que es la penitencia, viene un quinto elemento que es nada menos que nuestra propia disposición a perdonar al otro cuando éste también llegue a equivocarse y haya previa y valientemente caminado ya por aquellos cuatro lúgubres y angostos senderos que preceden al ahora otorgamiento de nuestro propio perdón.

Al final del día, la penitencia, el perdón y sus demás tan esenciales componentes, son enteramente indispensables tanto para poder “subir al cielo”, como para poder recibir a Dios aquí en la tierra, pues sin estos seis elementos, el Mesías, de carne y hueso, podría pararse frente a nuestras propias narices, resucitando muertos y convirtiendo barriles enteros de agua en el más fino vino imaginable, y aun así no seríamos capaces de “verlo” ni de reconocerlo (seríamos una María Magdalena, con el Mesías resucitado frente a sus ojos, y cuyas propias lágrimas de dolor, amargura, desesperación, desencanto y desilusión no permitían que aquella ingenua mujer reconociera en él al gentil y amoroso Rabí, al lado del cual ella prácticamente había logrado salvar su vida y también su alma).

La penitencia es entonces indispensable para el perdón de los pecados y la restauración plena y total de un vínculo entre dos seres pensantes (ya sea entre dos humanos o un humano y su Creador), y el vivir todo este proceso, en su conjunto (es decir, el aceptar mis pecados; arrepentirme de corazón de haberlos cometido; disculparme con aquel que he ofendido; resarcirle el daño ocasionado, con espíritu penitente -siquiera de forma simbólica-; prometer que no volveré a ofenderlo justo de esa misma y añeja manera en que lo hice, y estar plenamente dispuesto a perdonarlo cuando él se equivoque y haya hecho todo lo anterior para conmigo mismo), el haber experimentado todo lo anterior, comentaba, nos hace mejores personas, provoca que nuestra capacidad de amar (nuestro amor) crezca y crezca, y se traduzca en un mayor conocimiento (y sensibilidad) espiritual (es decir, en una mayor sabiduría y/o conocimiento del Dios vivo y de sus hermosísimas leyes eternas).