A partir de la revolución científica, surgió una innecesaria e incluso ilógica disputa entre la fe y la razón: innecesaria e ilógica, debido, de modo fundamental, a que una no necesariamente excluye a la otra, sino que, por el contrario, ambas se complementan de forma en extremo armoniosa y simbiótica (pues vaya que no es casualidad que hombres de ciencia insuperablemente grandes como Newton, hayan sido individuos incluso mucho más devotos hacia Dios que hacia la ciencia misma).

Pues mientras que la razón y la experiencia nos indican realistamente (aunque tal vez con un ligero toque de pesimismo), que lo más probable es que fracasemos en nuestro noble intento de dejar de beber en exceso, nuestra fe nos indica, también realistamente (aunque tal vez con un ligero toque de optimismo), no sólo que sí podremos lograrlo (ya sea hoy o si no mañana) sino que vale la pena intentarlo y no claudicar jamás en semejantes y tan nobles propósitos, incluso aunque los resultados positivos no se logren vislumbrar a la primera (ni tampoco a la segunda ni a la tercera).

Lo que vaya que no es compatible ni con la fe ni con la razón, es el fanatismo, ya sea nada menos que el de carácter religioso o, por otro lado, la idolatría a la razón y a la ciencia (es decir, el fanatismo hacia estos dos últimos aspectos), pues el primero (el fanatismo religioso) consiste básicamente en una severa distorsión de la fe (y por ello no es bueno mezclarlo con nada -y ni siquiera “tomarlo solo”, por supuesto-). La fe, entonces, consiste en saber que es de vital importancia depositar una confianza plena en Dios, pero muy en especial cuando ya nosotros, es decir, cuando nuestras limitadas capacidades humanas ya no pueden contribuir ni hacer absolutamente nada más para llegar a obtener un resultado positivo en el rubro que sea, sino tan sólo esperar pacientemente un milagro de Dios (como si ya hubieras presentado un examen universitario y, precisamente debido a ello, ya tan sólo te quedara, en dichos momentos -así como en tus frustradas manos-, la esperanza de sí haberlo aprobado -y estudiar mucho más duro para el siguiente-); el fanatismo, por su lado, más bien consistiría en alcoholizarte a propósito hasta casi perder el conocimiento y después conducir (también a propósito) un automóvil a toda velocidad por media ciudad y “encomendarte a Dios”, con la “esperanza” de que no choques ni mates a nadie con base en tus tan imprudentes y criminales acciones, y todo tal vez para demostrarle a tus contrincantes dialécticos (en caso de que sobrevivas) que tú supuestamente eres un “hombre de fe”, un “varón de Dios”, uno de los “selectos enviados” y/o “favorecidos” por Él (en pocas palabras, “tentar a Dios” no estudiando para un examen, en absoluto, y creer -o incluso tener la delirante certeza- de que lo aprobarás con tan sólo pronunciar un Padre Nuestro un minuto antes de que el profesor nos entregue calificaciones).

Por su lado, el segundo (es decir, el fanatismo hacia el raciocinio) consiste en, por ejemplo, considerar que el conocimiento científico es la cumbre misma de la existencia humana, justo como demostró que lo hacía Mengele por medio de sus diabólicas acciones (pues si, por ejemplo, el curar el cáncer fuera un fin en sí mismo y no la dignidad humana, ¿qué nos impediría establecer un mandato gubernamental para enviar a todo paciente que padezca semejante enfermedad a un campo de concentración para que, con todos ellos, se experimentara sin cesar -y por más que mueran y mueran en el proceso {en terrible agonía, así como en contra de su propia voluntad} algunos o incluso todos ellos-, con el “humano” y supuestamente “elevado” propósito científico de llegar eventualmente a encontrar la cura contra el cáncer?)

El fanatismo religioso es, por tanto, radicalmente contrario a la realidad (misma que éste niega y distorsiona inmoralmente y a capricho), mientras que el fanatismo científico (la idolatría por la razón y las ciencias) niega la realidad ontológica del ser, es decir, que todo individuo, por igual, es poseedor de una serie de fundamentales e inalienables derechos humanos (a la vida, a la libertad y a la propiedad privada), mismos que en absoluto pueden ser violados injustamente ni en pro de la ciencia ni de la razón ni de ninguna religión ni grupo humano en específico.

De ahí justamente la dicha eterna e inconmensurable de la que María e Isabel (las dos madres de dos de los más gigantescos titanes de la historia de la humanidad) gozarían, nada menos que con base en su monumental y ejemplar fe en los misterios, la voluntad y los designios del Dios vivo y eterno al que ambas mujeres se entregaron en cuerpo y alma y sin reparo alguno.