No cabe la menor duda de que el verso profético de David, encontrado dentro del salmo 66, y que reza: que todos los pueblos alaben al Señor, se materializó de manera francamente cristalina y contundente por medio del Cristo y del consecuente tsunami internacional que fue (y ha sido) el cristianismo.
Sin embargo, resulta más que curioso que, la negación del propio Cristo en boca nada menos que de su propio pueblo (el israelita), misteriosamente (aunque también de forma profética y anunciada), llegara a convertirse en el principal motor de ese esparcimiento evangélico, inconcebiblemente grande, en pro de la adoración cimera y universal nada menos que del mismo Dios de Israel.
El argumento del Cristo para con sus paisanos, sostenido de forma impecable hace ya nada menos que dos milenios, era en extremo simple: -¿Por cuál de todas mis buenas obras no sólo me niegan, sino que vienen a asesinarme? -A lo que, según el Evangelio, la respuesta de la autoridad judía era básicamente la siguiente: -No tenemos problema con tus buenas obras, sino con las malas, así que es nada menos que por tus blasfemias que venimos a arrebatarte la vida, pues te has proclamado como el Mesías prometido a nuestro pueblo, sin en verdad serlo. -Y, lo más increíble, es la respuesta obligada que le sigue, basada ésta también, nada menos que en los propios evangelios: -Perfecto. Entonces, exactamente, ¿cuál de mis buenas obras contradice mi naturaleza mesiánica? ¿O es que acaso debo realizar aún más milagros para poder ser “digno” de su fe? ¿Cuántos más? ¿Cuántas profecías adicionales exactamente deberán ser cumplidas para que mi naturaleza mesiánica sea “digna” de su reconocimiento? ¿O es que existe otra Torá u otro Tanaj que desconozca y cuyas profecías me estén exigiendo ustedes, hombres de poca fe, que también cumpla al pie de la letra?
Cuando alguien, durante una discusión, es consciente de que se ha quedado sin argumentos, pero, al mismo tiempo, está empeñado en mantenerse neciamente dentro de su propio error, suele producirse, de parte suya, el más absoluto y estruendoso silencio (justo aquel mismo que encontramos, curiosamente, dentro de la historia del antiguo Egipto en relación con Moisés y los increíbles milagros que, por medio suyo, Dios realizó en favor de su pueblo). Es como si los egipcios nos quisieran decir: -Todo eso de Moisés es mentira, pues, ¿cómo creen que seríamos capaces de mantener semejante soberbia y testarudez ante tan terribles amenazas, provenientes de un Dios tan sabio y tan poderoso? -Y, justamente, uno en extremo parecido (al menos en esencia) suele ser el argumento anti mesiánico aún presente dentro del judaísmo: -Ustedes y nosotros tenemos religiones diferentes. El Mesías que nosotros esperamos no es Jesús sino, incluso, uno muy diferente a Jesús. -Como prácticamente lo sostiene el gran filósofo judío sefardí (nacido en Córdoba durante la Edad Media) Maimón (o Maimónides).
Son entonces las anteriores, diversas y muy comunes maneras de reescribirnos el pasado (de adulterarlo a capricho), de tal manera que logremos salir falsamente airosos ante nuestras evidentes equivocaciones, negándolas de forma rotunda y, por tanto, evitando así que tengamos que realizar la ardua y desgastante tarea de transformar nuestros corazones para estar en paz y así también acercarlos mucho más a la santa y perfecta voluntad del Padre.
Y es justamente por ello que, el alabar verdaderamente a Dios, implica de forma invariable el reconocer nuestros errores pasados y reconciliarnos con todo aquel que hayamos ofendido injustificadamente, en vez de que perseveremos en la mentira absurda de una falsa inocencia nuestra, que niega convenientemente sus propias y respectivas atrocidades, cometidas por su propia mano y sin razón válida alguna.