El día en que privaron de libertad a Lisbeth Añez (conocida como Mamá Liz) ella se encontraba en el aeropuerto camino a buscar las medicinas para tratar su hepatitis C. Lisbeth Añez se ganó el apodo de “Mamá Liz” por el hecho de visitar a los presos y proveerles alimentos y la ayuda necesaria para su sostenimiento. Este hecho es lo que no puede pasar por desapercibido para todo cristiano que escuche y conozca sobre este caso. Su privativa de libertad, ya hace más de cien días, muestra lo más vil e inhumano, y en consecuencia anticristiano, de este régimen y de quienes hacen silencio ante este y tantos otros casos similares que conocemos.
Lisbeth Añez aparece en varias fotografías acompañada de la Virgen y con un rosario colgado de su cuello. Ella se limitaba a cumplir lo que el mismo Señor nos invitó a realizar para reconocerle: “porque tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, estaba desnudo y me vestiste, enfermo y me curaste, en la cárcel y me visitaste” (Mt 25,36). Por querer vivir siguiendo el espíritu del Evangelio, hoy la han encarcelado los verdugos de nuestra historia. Esto no puede ser indiferente a los ojos de los que nos confesamos como cristianos.
Ella es, sin la menor duda, una de esas bienaventuradas de las que nos habla el Evangelio: “dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque el reino de los cielos les pertenece. Dichosos ustedes cuando por mi causa les insulten, los persigan y levanten contra ustedes toda clase de calumnias” (Mt 5, 10-12). Todo ello podría parecer contradictorio y paradójico. ¿Cómo afirmar que alguien, una mujer enferma, madre de familia y que se encuentra privada de libertad es “dichosa” y que con ella está el “reino de los cielos”? A esto queremos dedicar nuestra atención y apelar a nuestra fe.
La esperanza
A veces confundimos la noción de esperanza con la fuga o negación de la realidad. La esperanza es, ante todo, esperanza en la justicia, pues sin la búsqueda de la justicia la esperanza se convierte en una ilusión, una ideología, y la justicia sin la esperanza pierde toda capacidad de dar sentido. Es por ello que la esperanza para el cristiano, especialmente en nuestra realidad actual venezolana, no puede ser una simple idea abstracta. Esta se expresa en rostros y casos concretos. En el rostro del enfermo, del prisionero, del desnudo. En fin, en los olvidados y hambrientos de hoy (cfr. Mt 25,36).
La esperanza nos mueve a transformar la realidad. Vivimos en un mundo sin esperanza porque nos hundimos en el mar de la indiferencia. La construcción de un proyecto de nación o de Iglesia implica una participación de todos que se inicia con el simple gesto de permitir y acoger la diferencia en la que el otro se muestra. No hay justicia donde no se reconoce y se garantiza esa diferencia, pues toda lucha por la justicia comienza con el reconocimiento y la aceptación del otro. Este reconocimiento tiene que hacerse real en las relaciones cotidianas y en el fortalecimiento de espacios comunes. Por ello, la esperanza ha de expresarse en la dinámica de nuestra participación en la construcción de una realidad donde la justicia sea posible en todos los ámbitos de nuestra vida y para todos.
Ante la crueldad de lo que vivimos, la esperanza se traduce en la petición firme y activa que deben hacer tanto la sociedad civil como la Iglesia por la liberación de todos los presos políticos. En especial, por la liberación de Mamá Liz. Los cristianos no podemos ser indiferentes ante esta realidad que clama al cielo.
Doctor en Teología