La Iglesia católica tiene en el mundo ahora 416 mil curas, monjas y hermanos; 1,300 millones de feligreses (18 por ciento de la población). Cien mil escuelas primarias, casi diez mil orfanatorios.
Es la organización no gubernamental más grande que provee servicios de salud en el mundo con 18 mil clínicas, 16 mil casas para ancianos 5 mil 400 hospitales, con 65 por ciento ubicados en países en desarrollo.
Maneja el 26 por ciento de las facilidades de salud en el mundo. Todo lo anterior desde hace tiempo. Es importante su labor social sin duda y responde al mensaje de Jesús que el nuevo reino es como la semilla de mostaza que, sembrada en buena tierra, germinaba y se volvía un arbusto donde los pájaros se detendrían en sus ramas.
Ese nuevo reino no está afuera sino en nuestro interior para obrar con empatía por el semejante. La Iglesia ha resistido pese a personajes nefastos que la han controlado y pervive su función social.
El problema de los abusos sexuales de varios miles de religiosos con menores y adolescentes en las últimas décadas y los escándalos de corrupción ameritan una reforma que ha emprendido Francisco.
El primer problema se deriva del celibato. Juan XXIII estuvo a punto de cancelarlo en la década del sesenta pero murió antes de hacerlo. Pablo VI que le siguió fue de otra opinión y lo dejó intacto.
Según The Sins of Celibacy de Alexander Stille, solo por ese hecho renunciaron en el mundo más de cien mil curas que esperaban casarse. Y fue una sangría cuyo vacío se siente aún.
Stille analiza la carta de once páginas del arzobispo Carlos María Viganò enviada al papa Francisco en agosto pasado, en donde lo acusó de callar los abusos deshonestos de varios miles de prelados.
Viganò, conservador y exnuncio en Washington, era un prominente miembro de la Curia Romana, que estuvo envuelto en los escándalos de los documentos secretos publicados en 2012 sobre la corrupción en las finanzas de la Santa Sede que, en alguna forma, forzaron a Benedicto XVI a abdicar.
Pero también por los escándalos de abusos de los curas, en donde estuvieron envueltos obispos, incluso el cardenal T. McCarrick de Washington D.C. El papa Francisco respondió a las acusaciones de Viganò que no tuvo nada que ver con promover a McCarrick.
La gran responsabilidad para Stille la lleva el papa Juan Pablo II: de 1980 a 2004 la Iglesia pagó dos mil seiscientos millones en arreglos judiciales a las víctimas.
La elección del papa Francisco dio esperanza a muchos para resolver ese problema y lidiar sobre los curas homosexuales que se han aprovechado de su investidura para cometer tales abusos.
La solución a ese problema en el fondo radica en permitir a los curas casarse como anhelo Juan XXIII para que la Iglesia se renueve. El problema del papa Francisco es que no sabe a quién confiar, dice Stille, donde los conservadores son una barrera, como el arzobispo Viganò, resentido por no haber sido designado cardenal.
Al papa Francisco lo defraudó el cardenal hondureño Óscar Rodríguez Maradiaga por hacerse el sueco cuando su asistente el obispo auxiliar de Tegucigalpa cometía abusos en todo el seminario.
Cien seminaristas le enviaron una carta firmada en su contra. En The Changing Face of the Priesthood el cura Donald Cozzens indica que el sacerdocio se está volviendo una comunidad gay.
El papa Francisco les ha pedido a ellos dejar la Iglesia. El ochenta por ciento de casos de abusos son a menores. La permisividad ante los curas homosexuales es el problema, según Stille.
Los curas deben tener derecho a casarse y tal vez así vuelva a crecer su número, en tanto hay menos vocaciones y así la Iglesia supere su crisis actual que se debe al celibato, mientras crecen los evangélicos pentecostales cuya mayoría son una peste de ignorancia y robo de mucha gente sencilla en este hemisferio.
La función social de la Iglesia católica es muy importante en el mundo para perderla y por eso hay que reformarla: luchar contra la corrupción y permitir el casamiento de sus religiosos.