Hace unos 15 años, mi hermana y yo decidimos hacer un viaje en coche para visitar a su compañera de piso en Connecticut, Estados Unidos. Lo pasamos muy bien el fin de semana, pero el viaje de vuelta a casa fue terrible. Primero condujimos 120 km en la dirección opuesta y después tuvimos que parar en un atasco. Antes de que existiera la aplicación Waze, no había manera de evitarlo y nuestro viaje de 5 horas acabó durando 12 horas.
Pero éramos jóvenes y nos encantaban las aventuras, así que pusimos música (un CD absurdo con interpretaciones de canciones pop con una zampoña) y aceptamos que iba a ser un momento para estrechar lazos como hermanas.
Cuando tomamos un desvío equivocado en el Oeste de Filadelfia y tuvimos que pasar otra vez por el mismo tramo de autovía, acabamos reproduciendo la misma conversación que habíamos tenido antes. Nos reímos sobre lo lento que iba el coche de delante cuando habíamos tomado la salida media hora antes y, al parecer, nos olvidamos de frenar al tomar la salida con el asfalto resbaladizo.
El coche perdió el control en un sitio muy peligroso con postes de hormigón en un lado y el muro del paso subterráneo en el otro. Mientras mi hermana sujetaba el volante intentando a la desesperada retomar el control del coche, yo empecé a rezar.
“¡Jesús, Jesús, Jesús, Jesús, Jesús!”, grité.
Siempre he sido bastante elocuente en mis rezos. Aprendí a rezar con los evangélicos, para quienes la oración tenía que ser una improvisación, y había desarrollado un discurso poderoso en mis oraciones tras varios años de estudio de las Escrituras y el rezo con otros cristianos. Había estudiado la carrera de Teología y estaba haciendo un máster.
Pero en ese momento, lo mejor que pude hacer fue gritar el nombre de Jesús.
Cuando por fin el coche paró de dar vueltas, nos habíamos quedado en el sentido incorrecto de la vía de acceso, conmocionadas pero sin contusiones. Mientras respiraba profundamente sintiéndome agradecida, mi hermana de 19 años me miró con una mezcla de diversión y menosprecio.
“¿Jesús, Jesús, Jesús?”, me preguntó.
“Mira, cállate y da la vuelta con el coche”, repliqué un poco avergonzada por haber dicho una oración tan pueril.
Pero cuanto más pensaba en ello, más adecuado me parecía. Mi elocuencia a la hora de rezar puede resultar gratificante para mí y constructiva para aquellos que rezan conmigo, pero no es necesaria. Dios no necesita quedarse impresionado con palabras sofisticadas, ni tampoco es más probable que escuche las palabras de un poeta que las de un niño. Está muy bien rezar con giros elegantes si es una expresión auténtica de tu alma y no un intento de impresionar a los que te escuchan, ganarse el apoyo de Dios u ocultar la verdadera plegaria que sale del corazón. Pero no existe un rezo más poderoso que el nombre de Jesús.
En el nombre de Jesús, san Pedro y san Juan le otorgaron a un hombre cojo el poder de andar (Hechos 3:6). En el nombre de Jesús, san Pablo nos dice que “se doble toda rodilla de los que están en los cielos, en la tierra, y debajo de la tierra” (Filipenses 2:10). Y el propio Jesús nos cuenta que obraremos milagros en su nombre (Marcos 16:17-19).
El nombre de Jesús (que literalmente significa “Salvador”) es una súplica para que Dios nos salve, una oración que san Pedro prometió que tendría respuesta (Hechos 2:21). Es el nombre que le puso el ángel Gabriel (Lucas 2:21), el nombre que pronuncia con tanto amor la Santa Madre, el nombre en el que se nos pide que recemos (Juan 16:23-24). Todo esto hace que sea una poderosa oración por sí misma.
Existe cierta intimidad en los nombres, una intimidad que al llamar a todos nuestros conocidos por su nombre tendemos a olvidar. Pero algo sucede cuando nos sentamos frente al Santísimo Sacramento y pronunciamos el nombre de Jesús, rezando pausadamente y con reverencia este nombre, que existe sobre todo nombre (Filipenses, 2:9). Empezamos a darnos cuenta de que, cuando Dios tomó un nombre humano y nos pidió que nos dirigiéramos a Él a través de dicho nombre, Él se hizo nuestro de una forma muy profunda.
Es una petición para que nos salve, un susurro del nombre del ser querido, un grito de angustia. Un corazón solitario que tiende la mano a todo el mundo para recordar que no está solo. Es una intercesión, una súplica con la que nos da las palabras para hablar o la sabiduría para callar. Es una pausa en un día frenético en la que le contemplamos y recordamos quiénes somos, quién es Él y cómo somos amados.
Hace 15 años, me reí con mi hermana cuando la mejor oración que pude elaborar fue el nombre de Jesús. Ahora me encuentro sentada en silencio en el sagrario, respirando pausadamente mientras cierro los ojos y digo su nombre, y dejo un hueco en mi corazón para que Él lo llene. Murmuro su nombre en mi mente cuando la gente comparte su dolor conmigo. Grito su nombre cuando la tentación o la vergüenza amenazan con abrumarme. Este nombre sagrado me acompaña durante el día, un momento especial de unión que me devuelve a Él, independientemente de las circunstancias. Dulce Jesús, qué regalo.