Mucho se ha escrito, polemizado y debatido acerca del absurdo dentro de la ilógica expresión que nos predica en relación con la supuesta grandeza de los pequeños. Si los grandes son los más pequeños (los últimos) y los pequeños los más grandes (los primeros), ¿entonces significa que, si me convierto en el más “grande”, a causa de haber logrado ser el más “pequeño”, ahora entonces volveré a ser el último, puesto que ya se supone que soy “grande” en lugar de “pequeño”? ¿Decir que lo grande es pequeño y viceversa, no es, a todas luces, una ridícula afirmación desde el punto de vista de la lógica y de cualquier otra de las ciencias formales? ¿No es ese un argumento enteramente falaz o, lo que es aun peor, no es justo esa la quintaesencia misma de la famosa idea del opio de las masas a la que tanto se refería el tirano genocida de Mao Tse Tung (es decir, un argumento que dicta que eso de que “los pequeños son grandes” es en realidad tan sólo una especie de falaz paliativo para subirle la autoestima al oprimido y, consecuentemente, que éste ya no crea tener motivos para rebelarse en contra de aquellos que tanto lo oprimen y lo explotan)?
Pues no.
El evangelio se refiere a dos fenómenos muy particulares y paralelos entre sí: 1.- al errado y bastante común prejuicio de que, por ejemplo, todo rico y/o todo individuo famoso y/o poderoso es un ser lleno de virtudes y cualidades excepcionales, cuando eso no es necesariamente cierto (tristemente y con extrema frecuencia, vemos horribles y perversos ejemplos de justo lo contrario -gente en extremo famosa, rica y/o poderosa que dista bastante de la bondad y de la virtud, por decir lo menos); y: 2.- Que una de las manifestaciones más inequívocas e universales de una buena persona es su afán y/o instinto de ayudar desinteresadamente a todos los demás.
De la primera de las dos partes, se desprende el más estridente y común equívoco al intentar interpretar adecuadamente los textos sagrados: una mala persona, por grande que sea, en realidad es diminuta (es decir, ni lo rica ni lo famosa ni lo poderosa hará necesariamente que desaparezca, como por acto de magia, su genuina malevolencia) o, visto de otra manera, si lo que quieres en particular es ser una mejor persona, tu crecimiento moral y/o espiritual debería ser entonces tu objetivo central a perseguir, no el ir al gimnasio 18 horas al día o el engrosar aún más tu billetera, etc., pues eso seguramente podrá ser muy correcto para alcanzar otro tipo de metas, pero no exactamente aquella que tú mismo te has propuesto alcanzar, y misma que, por cierto, es sin duda la más importante entre todas las que existen y puedan llegar a existir); en cambio, una buena persona, cuya existencia misma no puede más que inclinarse, de forma natural y/o espontánea, a servir amorosa y desinteresadamente a su prójimo y a sus seres amados, será un individuo verdaderamente grande, por pequeña que pudiera ser su cuenta bancaria, el tamaño de sus músculos y/o el número de seguidores dentro de sus respectivas redes sociales.
Así de simple.
¿Y cómo nos enseña el Mesías, por cierto, a diferenciar a un hombre bueno de uno malo?
Nada menos que a través de sus frutos (es decir, sus acciones concretas, así como a la respectiva calidad moral y/o ética intrínseca a las mismas).
En pocas palabras, sencillamente no se puede ser una persona decente y, al mismo tiempo, patear al hermano desamparado.
Y aunque tal vez el hipócrita y malvado pueda hacer justo lo contrario (es decir, darle pan al hermano hambriento de forma hipócrita e interesada, tan sólo para blanquear las apariencias del nauseabundo sepulcro que él mismo en realidad es), el Cristo pareciera pedirnos la debida paciencia y escrutinio para discernir con éxito entre el trigo y la cizaña, pues al estar constantemente atentos al actuar de aquel malévolo individuo, más temprano que tarde, éste terminará por descarapelar la bella cáscara de sus frutos, dejando a la vista de todos, la tóxica putrefacción en el interior de los mismos.
Es entonces, el amor genuino hacia todos nuestros hermanos (y no tan sólo dentro del plano intelectual, ideológico y/o de nuestro discurso, sino materializado de forma tangible por medio de nuestras buenas obras, llevadas a cabo, a su vez, gracias a una auténtica vocación de servicio para con ellos), la prueba auténtica de la grandeza humana, sin importar que aquel que sostenga semejantes y tan cimeras virtudes sea sumamente pequeño (es decir, que sea un total desconocido, sin poderes ni talentos especiales, ni ninguna influencia política en particular, ni tampoco un nombre que brille entre las exclusivas listas de los empresarios más ricos del planeta y/o las de los artistas más apuestos y carismáticos de la historia).