El 15 de abril de 2019, ardía bruscamente la catedral de Notre Dame, componiendo imágenes verdaderamente apocalípticas: las de una columna formidable de fuego y humo devorando este tesoro arquitectónico, para horror, no solo de los creyentes católicos del mundo entero, sino de un conjunto mucho más amplio de personas sensibles al significado cultural, artístico, literario, etcétera, del edificio. El título y la introducción de La Iglesia arde, de Andrea Riccardi (Arpa, 2022), un libro sobre «la crisis del cristianismo hoy: entre la agonía y el resurgimiento», juegan con aquella estampa de una iglesia que ardía y que, al arder, venía a ser la expresión microcósmica de un incendio mucho más vasto, aunque menos evidente; el de la Iglesia con i mayúscula. «Notre-Dame —escribe Riccardi— arde y el cristianismo se apaga […] La suerte de Notre-Dame […] materializa bruscamente lo que le ocurre al catolicismo en Francia, en varias partes de Europa y en el mundo entero».
Es grande la crisis de la institución, y lo es incluso en aquellos territorios en los que uno pensaría que se mantiene robusta. Vale para hoy, ya valía para su tiempo, el sucinto diagnóstico del cardenal parisino Suhard (1874- 1949), impulsor primero del movimiento de los curas obreros: «La humanidad aumenta; la Iglesia disminuye. Siempre minoritaria, al menos hasta ahora contaba con sociedades enteras de fieles. Hoy, lo que denomina “apostasía de las masas” revela su fracaso. A través de miles de grietas, se desmorona y ve cómo, uno tras otro, pueblos enteros se separan de ella». Los papados carismáticos de Juan Pablo II y, ahora, Francisco no serían más que espejismos de recuperación de este organismo enfermo, algo de lo que da buena cuenta la siguiente encuesta: en Italia, en diciembre de 2020 el índice de confianza en el papa Francisco era del 60%, mientras que el de la Iglesia era del 35%.
Riccardi concreta en estadísticas elocuentes este desmoronamiento que afecta tanto a las vocaciones, masculinas o femeninas, como a la asistencia a misa. Es así, por supuesto, en Europa occidental —con Portugal como el país en el que la crisis parece más leve, siendo igualmente grave—, pero también en Polonia o Iberoamérica; continente, este último, que no se descristianiza, pero donde el catolicismo decae a velocidad creciente en favor de una malla muy exitosa de congregaciones neoprotestantes. Estas prosperan incluso en China, donde poseen ya unos cincuenta millones de fieles, por doce millones de católicos.
Y uno de los motivos es la falta de vocaciones: cada vez hay menos sacerdotes y eso dificulta la prestación de los servicios religiosos. Parches como las celebraciones de la Palabra —conocidas en algunos lugares de Galicia como misa de monxa— o las ADAP francesas (assemblées dominicales en absence [ou en atteinte] du prêtre, esto es, «asambleas dominicales en ausencia [o en espera] del sacerdote»), celebraciones de estructura prácticamente idéntica a la de una misa, pero donde la comunión no se consagra frente al altar, y se efectúa con hostias previamente consagradas, no hacen más que ahondar una sensación de orfandad y agonía que contrasta con la alegre vitalidad y agilidad de los cultos evangélicos.
Un mismo sacerdote posee cada vez más parroquias a su cargo, su labor pastoral se despersonaliza, la comunidad se desarticula e incluso entre los creyentes van triunfando formas protestantizadas de vivir la fe católica: según estudios de monseñor Girotti, «el 30% de los fieles no considera necesarios a los confesores, el 10% los considera un obstáculo para el diálogo con Dios [y] el 20% no es capaz de hablar de sus pecados con otra persona». Cae también el nexo entre la confesión y la comunión: el creyente «cree que puede juzgarse solo y participar en la eucaristía sin el aval de la confesión».
Del hundimiento de este Titanic, distintos conjuntos de pasajeros —nos cuenta también Riccardi— tratan de escapar de diferentes maneras, hasta el punto de temerse la posibilidad de una época de cismas. En Francia prospera la salida tradicionalista: la vuelta a lo preconciliar que propugna una serie de congregaciones que impugnan en distinto grado los cambios aprobados por el Vaticano II, hace ya medio siglo (el que hace de la publicación de Pacem in terris, encíclica que sus críticos rebautizarían Falcem in terris, «hoz [por la comunista] en la tierra»), y cuya situación va a contrapelo de la general. Bajo el paraguas de estos grupos se incrementan tanto los feligreses como las vocaciones: los seminaristas tradicionalistas son ya el 20% del total, y subiendo.
En Alemania, en cambio, lo más interesante que está ocurriendo en este momento en la Iglesia local es el Camino Sinodal, una serie de conferencias para discutir cuestiones teológicas y organizativas, abierta a raíz de la llamada crisis de abuso, y que promueve la ordenación de mujeres, el matrimonio de sacerdotes, la reforma del Catecismo en temas de moral sexual e incluso la bendición de uniones del mismo sexo. En otros lugares, singularmente —pero no solo— en el Este europeo, se opta por un regreso del nacionalcatolicismo que vendría a ser el de la paradoja Mussolini (defendida en España por un Gustavo Bueno, y en tiempos por un Ramiro Ledesma): ser, como apuntaba el conde Ciano, «católico y anticristiano»; desgajar los aspectos bélicos de la tradición católica de todo aquello que Nietzsche despreciaba como moral de esclavos y subordinarlos a la causa nacionalista. Apunta Riccardi que «para quien, como el que escribe, a mediados de los años setenta empezaba a estudiar la historia del catolicismo, las democracias cristianas eran el presente, mientras que el nacionalcatolicismo o el clericofascismo eran el pasado. Hoy es al revés».
Son también de gran interés las reflexiones del autor sobre cómo «hoy somos menos cristianos, pero también menos anticristianos». Que la Iglesia desaparezca del paisaje y se catacumbice provoca que la pulsión anticlerical también se suavice. Como comprueba cualquier profesor de Secundaria de historia del arte que descubre la absoluta falta de familiaridad de los adolescentes de hoy con la cosmovisión cristiana y sus figuras, las nuevas generaciones son menos creyentes, pero también menos ateas que sus predecesoras, que aún conocieron los últimos coletazos de un poder férreo. Se pasa de la irreligiosidad a una benevolente arreligiosidad y eso abre una puerta que estaba más o menos cerrada al regreso de la religión bajo nuevas formas acompasadas al Zeitgeist: descentralizadas, horizontales; menúes individualizados de espiritualidades puras o creativamente combinadas, desde la astrología a un budismo europeizado.
Menú de espiritualidades del que posiblemente formen parte lo que ya serían los restos del catolicismo, como por ejemplo un fervor por la Semana Santa desenganchado de una piedad católica cotidiana. Escribe Riccardi que «el fin de un cuerpo social bimilenario como la Iglesia no es como la desapariciónde un hombre, porque esta deja tras de sí, durante mucho tiempo, restos, herencias, fieles, instituciones y mucho más. Se podría pensar que ya hemos superado el umbral del fin y que estamos actuando sobre los “restos” de un proceso en una fase ya avanzada». Nos hallaríamos, escribe citando a Olivier Roy, en «una época de religiones disociadas de la cultura o, dicho de otro modo, una época de “desculturación” de las religiones históricas que en el pasado participaron en una relación consolidada y creativa entre fe y cultura».
En conjunto, La Iglesia arde se presenta como un estimable estado de la cuestión para todos aquellos interesados en el mundo eclesiástico, pero que no estaban al tanto de su más estricta actualidad. Un mapa más para un tiempo selvático en el que cada vez se hacen más necesarios los cartógrafos.