La presencia del Papa Juan Pablo II en la sinagoga de la ciudad de Roma, el 13 de abril de 1986, tuvo el carácter de un gesto profético profundo. En efecto, todos conocemos la historia del Papa polaco, quien convivió con enorme naturalidad en su ciudad natal de Wadowice con sus vecinos judíos. Con algunos de ellos mantuvo una amistad de toda la vida y, también, lamentó personalísimamente la pérdida de muchos de ellos en los años terribles de la Segunda Guerra Mundial y de la Shoá. Se trató de un gesto profético, porque Juan Pablo II tenía plena conciencia de lo que representaba su presencia para los cristianos, para la comunidad judía y para el mundo.
Por ello, en las palabras que pronunció en el curso de esta visita, recordó que la relación entre los Pontífices y la comunidad judía de Roma tiene una larga historia, incluso limitándonos a la época moderna. En numerosas ocasiones “representantes del Judaísmo italiano y mundial” han estado presentes en el Vaticano, “con ocasión de las numerosas audiencias” que en su momento presidieron Pablo VI, Juan XXIII y Pío XII[1]. Con emoción, Juan Pablo II recuerda que “el Rabino Jefe, en la noche que precedió a la muerte del Papa Juan, no dudó en ir a la plaza de San pedro, acompañado de un grupo de fieles judíos, con el fin de rezar y velar, mezclado entre la multitud de católicos y de otros cristianos, como para dar testimonio, de un modo silencioso pero tan eficaz, de la grandeza de ánimo de aquel gran Pontífice, abierto a todos sin distinción, y en particular a los hermanos judíos”[2].
Recogiendo no sólo la herencia del ahora San Juan XXIII, sino también recordando la herencia del Concilio Vaticano II, particularmente en la Declaración Nostra Aetate, el Papa renueva que la iglesia “deplora los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de cualquier tiempo y personal contra los judíos. Repito: de cualquier persona”[3]. Este modo de reafirmar pone de manifiesto los sentimientos más íntimos y una certeza profunda, no sólo de Juan Pablo II, sino de la Iglesia tras el Concilio: el antisemitismo no es cristiano y merece la condena más expresa y dura.
El Papa recuerda que en los años de la Shoá “también la comunidad judía de Roma pagó un alto precio de sangre. Y fue ciertamente un gesto significativo el que, en los años oscuros de la persecución racial, las puertas de nuestros conventos, de nuestras iglesias, del seminario romano, de edificios de la Santa Sede y de la misma Ciudad del Vaticano se abrieran para ofrecer refugio y salvación a tantos judíos de Roma, rastreados por los perseguidores”[4]. Recordemos que Juan Pablo II abrió provisionalmente los archivos de la era de la Segunda Guerra Mundial a un grupo de investigadores, quienes, lamentablemente, no mantuvieron la integridad moral y la ética profesional necesarias en el tratamiento de tan delicados materiales. Al menos un par de ellos filtraron documentos a la prensa y entonces la investigación se detuvo. Habrá que esperar a tiempos mejores para conocer todos los detalles que Juan Pablo II esboza apenas en la cita previa.
“La visita de hoy quiere aportar una decidida contribución a la consolidación de las buenas relaciones entre nuestras comunidades, siguiendo las huellas de los ejemplos ofrecidos por tantos hombres y mujeres de una y otra parte que se han comprometido y se comprometen todavía para que se superen los viejos prejuicios y se dé espacio al reconocimiento cada vez más pleno de ese “vínculo” y de ese “común patrimonio espiritual” que existe entre judíos y cristianos”[5].
La visita del Papa a la sinagoga de Roma tiene dos elementos centrales. El primero, “aportar”, dice Juan Pablo II, a consolidar la buena relación judeocristiana. Este es un proyecto, una labor, que se ha acelerado particularmente desde el Concilio Vaticano II, esto es, desde la segunda mitad del siglo XX y que conoce en nuestra época nuevos logros y nuevos retos. Sin embargo, judíos y cristianos estamos llamados a aportar a esta consolidación de nuestras mutuas relaciones. No podemos vivir del recuerdo, sino de un renovado encuentro que sólo depende de nosotros.
El segundo, el “reconocimiento” del nexo y el “común patrimonio espiritual” que judíos y cristianos comparten. Es cierto. Judíos y cristianos no sólo compartimos muchos de los libros sagrados, sino que compartimos su comprensión y los valores profundos que en ellos laten. Judíos y cristianos sabemos que el hombre el imagen y semejanza de D-os. Judíos y cristianos sabemos que hay una ley superior que ordena, no sólo nuestra vida, sino que representa verdaderamente la plenitud de nuestra naturaleza, pues así hemos sido creados. Somos creaturas que no podemos levantarnos ni ante D-os, ni ante nuestros hermanos los hombres. Este “común patrimonio espiritual” nos da una misión histórica que rebasa, con mucho, las buenas intenciones y la exterioridad de las relaciones judeocristianas. Ante un mundo que se paganiza aceleradamente, judíos y cristianos estamos llamados a testimoniar la realidad de un D-os que sale al encuentro del hombre y que pide que cada hombre trate como prójimo al resto de los hombres.
Pero tampoco podemos obviar las diferencias que existen entre la comunidad judía y la comunidad cristiana. Dice Juan Pablo II: “No es cierto que yo haya venido a visitaros porque las diferencias entre nosotros se hayan superado ya. Sabemos bien que no es así. Sobre todo, cada una de nuestras religiones, con plena conciencia de los muchos vínculos que la unen a la otra … quiere ser reconocida y respetada en su propia identidad, fuera de todo sincretismo y de toda equívoca apropiación”[6]. Considero que este es un llamado a la sensatez y la inteligencia. No es cierto que toda herida ha sido sanada. No es cierto que toda diferencia ha sido limada. Por otro lado, no somos una sola fe. Nuestras comunidades conocen diferencias que nos enriquecen. Por eso vale la pena estar juntos: porque aún hay un camino que recorrer en el mutuo conocimiento, en la mutua estima, en el reconocimiento de las particularidades de cada comunidad.
Continúa, en este mismo sentido, Juan Pablo II: “se debe decir que el camino emprendido se halla todavía en sus comienzos, y que por tanto se necesitará todavía bastante tiempo, a pesar de los grandes esfuerzos ya hechos por una parte y por otra, para suprimir toda forma, aunque sea subrepticia, de prejuicios, para adecuar toda manera de expresarse y por tanto para presentar siempre y en cualquier parte, a nosotros mismos y a los demás, el verdadero rostro de los judíos y del Judaísmo como también de los cristianos y del cristianismo, y esto a cualquier nivel de mentalidad, de enseñanza y de comunicación”[7].
Este es uno de los grandes retos del diálogo judeocristiano: suprimir los prejuicios mutuos. Está claro que el Papa (cualquiera de los Papas modernos) pueden visitar sinagogas y tener grandes amigos judíos (como sucede con el Papa Francisco y su gran compañero de lucha, el Rab. Abraham Skorka, también amigo de nuestra Universidad), pero el reto es que esta convivencia y mutuo aprecio se produzca entre nuestras comunidades, sin más. Y esto comienza por superar y suprimir los prejuicios que nos dirigimos unos a otros. Esta es una tarea que nos compete a todos y en la que nos debemos evaluar a 31 años de este magnífico discurso, el cual seguiremos analizando en nuestra próxima entrega.
[1] Discurso de Su Santidad Juan Pablo II en la Sinagoga de Roma. 13 de abril de 1986. No. 2.
[2] Idem.
[3] Ibid. No. 3.
[4] Idem.
[5] Ibid. No. 4.
[6] Ibid. No. 5.
[7] Idem.