Santiago Agrelo, gallego obispo de Tánger todavía a sus 77 años (“el Papa no ha aceptado mi dimisión –dice con su mijita de ironía– quizá porque no ha encontrado un recambio, y claro puede que también porque tendrá algo de confianza en mí”) recogió en la tarde de este juevos en Cádiz el premio Derechos Humanos 2018 que le ha otorgado la Delegación en Cádiz de la Asociación andaluza del mismo nombre. Es un premio, concedido también a la Delegación de Migraciones de ese obispado norteafricano, que él había rechazado en principio, porque creía no merecerlo: “Siempre he creído que ayudar a los demás es ayudarse a sí mismo, y nadie debería darse un premio a sí mismo”, dijo ayer a este periódico Agrelo.
“Supongo –añadió cuando se le insistió– que en Cádiz han pensado que aquella diócesis es muy especial, que está en una frontera complicada, y se ha valorado ese trabajo que se hace con esa presencia evidente que es el emigrante. Y claro, no se puede estar allí ignorando esa presencia, que a mí me hace sentirme obligado a hablar de ellos, de los emigrantes, y a cuidar de ellos. Somos sólo 2.000 cristianos en un un territorio de 30.000 kilómetros cuadrados, pero somos un puñado que se hace notar mucho”.
Agrelo sí que se ha hecho notar siempre, no voluntaria sino inevitablemente, por su labor con los inmigrantes subsaharianos y su voz siempre levantada en defensa de sus derechos. Él incluso participa personalmente en el reparto de alimentos y ropas, tanto en la propia catedral tangerina como en las expediciones al monte cercano donde se concentran los migrantes. Por todo ello, su voz es autorizada cuando asegura que no se puede decir que el fenómeno de la migración “vaya a más o a menos, lo que sí es seguro es que va a peor”.
“Cuando yo llegué a Tánger y empecé a dedicarme a los migrantes, hace 12 años –recuerda el obispo en clara alusión al auge de la xenofobia– en Marruecos ellos tenían unas posibilidades que hoy no tienen. Era más fácil ayudarles. Y todavía irá a peor, viendo como están evolucionando las sociedades occidentales, en las que se está utilizando a los inmigrantes como catalizador de voluntades en una cierta dirección, para hacer emerger movimientos que los rechazan”.
Agrelo se extiende en este aspecto y avisa a los periodistas: “Lamentablemente, yo no debería decir ciertas cosas, pero tampoco quiero que dejéis de apuntarlas. Y es lamentable la insuficiente presencia de personas de la Iglesia en esta lucha”. Cuando se le apunta que precisamente buena parte de estos movimientos extremistas apuntan a la identidad cristiana de Europa para rechazar a los inmigrantes, el obispo de Tánger afirma que “está fuera de lugar apelar a esa supuesta identidad. Europa no tiene que tener identidad religiosa, ni cristiana ni musulmana. Lo que los cristianos tenemos que hacer es que a Cristo se le reconozca en nuestras vidas, y no en la identidad oficial de nuestras sociedades”.
Agrelo admite que su visión está marcada por la presencia de esa frontera tantas veces sangrienta. “Cada diócesis es diferente, incluso entre las del Norte de África ninguna tiene las tres fronteras que tenemos nosotros, que nos plantean problemas muy particulares de dar alojamiento, protección, vestido a estos chicos. Y algo fundamental: cada vez que se habla de que se ha rescatado a tantas personas en el Estrecho, o de que se ha deportado o no se ha podido salvar… siempre son gente que ha estado con nosotros, los tienes allí, forman parte de tu vida”.
Recuerda su primer contacto con esta realidad: “A poco de llegar como obispo a Tánger, una noche me avisaron de Cáritas, y detrás de una puerta se encontraba un inmigrante joven, acurrucado en posición fetal. Aunque estaba rodeado de amigos era imposible arrancarle una sola palabra. Se trata de un drama tremendo, y por eso es más doloroso que desde Europa se cuente todo esto como el que habla de animales, se les rechace como si no fueran personas, no se les quiera. Yo he visto las fotos de las heridas que producen las concertinas colocadas en las vallas. Son terribles. Todo esto no se puede despachar con números…”
Cuando se le señala que esas escenas que él describe son muy parecidas a otras escenas evangélicas que recordamos en estas fechas navideñas, de sucesos ocurridos hace dos mil años en Belén con otros personajes que no encontraron cobijo, sonríe: “Sí, Jesús fue un emigrante durante casi toda su vida. Tuvo que nacer lejos de su casa y pasó muchos años fuera. Yse hizo un hombre que se echó a los caminos para ayudar precisamente a quien andaba en esos caminos”.
En esas circunstancias debe ser difícil encontrar momentos agradables en la diócesis, apunta el periodista, y él lo contradice firmemente: “Agradables son todos los momentos… pero estoy pensando en cualquier domingo, en el coro de la Catedral. Hay que ver y sentir la alegría con la que cantan los inmigrantes. Tanto que te da la sensación de que es imposible callarlos. Se nota el gozo de vivir. Produce mucho sufrimiento su situación, pero mucho más grande es la alegría de hacerles sentir libres”.
Aun así, el obispo de Tánger no se siente una voz solitaria en el panorama del Episcopado español. “En general, en el plano de los documentos los obispos tienen todos el mismo posicionamiento doctrinal en el asunto de la inmigración. Y en el plano práctico institucional, en muchas diócesis se da esta preocupación por los migrantes. Y hay que decir que la diócesis de Cádiz tuvo una implicación muy directa en este asunto mucho antes que la de Tánger. Pero falta algo que no tiene que ver con los papeles sino con la calle: hay que estar cerca de los emigrantes, a los obispos se nos tiene que ver ahí. Porque la Iglesia se está jugando mucho de su futuro en el trato a los emigrantes. Tiene que estar descaradamente de su parte, desafiantemente a su lado. Si no, perderemos una gran ocasión de dar testimoniode cristianismo”.
Agrelo, el obispo que espera jubilarse en una parroquia, se despide con un apretón de manos y una recomendación que no pasa de moda: “Sed buenos”.