Andamos en estos días por estos lodazales ibéricos -andan esos desalmados- a pedrada limpia sobre los policías, maltratando violentamente el dominio público y el privado, incendiándolo y destruyéndolo todo, con grave perjuicio para sus dueños por parte de unos salvajes delincuentes, que campan a sus anchas, entre la pasividad y tolerancia, por no decir complacencia, del Gobierno socialista-comunista que pretende destruir España. Es la única cosa que sabe hacer, dada la palpable ineptitud de la mayoría de sus integrantes y muy en especial del que los elige, y formalmente designa.

Estos individuos, son la llamada extrema izquierda, esto es la vieja sangre del marxismo-leninismo en su versión moderna, pero actualizada y genuina. No se les ha olvidado la lección y el plan de siempre: Provocar la lucha en las calles, que puede llegar a ser armada, para conquistar el Estado e imponer desde él la dictadura del proletariado. No, no soy yo el que se encuentra sobre las nubes, de un pasado que se creía agotado y sin futuro. Son los mismos de siempre, con su pertinaz constancia en la sinrazón y el odio, amparados por una gran fracción de los que votaron en la últimas elecciones legislativas. Son los mismos que llaman a los Estados Unidos de América “El Séptimo de Caballería”; a los católicos españoles, “fachas” y, a las personas sensatas y con un sentido racional y justo del orden, “ultras”. A Israel, suelen llamarle “el imperio sionista” y siempre enarbolan la bandera del antisemitismo. Todos los que se muestran contrarios o ajenos a la Iglesia, son partidarios de los palestinos y radicalmente enemigos de los judíos. ¿Por qué será esto así?. Desde luego, no puede ser porque existan razones objetivas que puedan servir de fundamento a tal predisposición, o posicionamiento. Las razones que generalmente aducen, desde luego no podrían ser acogidas por los hechos probados y por lo tanto irrefutables que han constituido la historia, reciente y lejana, de tal estado o situación de conflicto que, por desgracia, a quien más ha privado de la paz es a Israel.

Pero tampoco quiero discurrir por este tortuoso y enrevesado camino de la política internacional, ni siquiera del Derecho que la rige, el Derecho Internacional, de fundación injustamente atribuida a un holandés, cuando fue precisamente un español quien lo hizo. Debo remitirme a otra Historia, no sólo metafísicamente mucho menos relativa, sino totalmente absoluta: La Historia de la salvación humana, que tan sólo puede encontrarse en Dios, en la divinidad. Hacia ese destino camina el hombre y esa es su tarea más esencial, precisamente en cuanto este último término resulta especialmente preciso y adecuado, porque la esencia es la propiedad de ser. No tan sólo de existir, en el tiempo y en el espacio, entre la sinrazón del animal y la modorra de la planta, sino de llegar a ser lo que todo hijo de Dios está destinado a ser. Por eso, la primera premisa del existencialismo -y me atrevería a decir del existencialismo judeo-cristiano-  es la de «yo no soy Yo«. El yo que ahora soy, en cualquier momento del tiempo en el que existo, no soy el Yo que quiero ser. Y esto lo explica muy bien el judaísmo, porque no cabe olvidar lo que Yahveh le dice a Moisés: «Yo soy el que soy«. Hay que entender, por infinidad de razones, que Dios es el único, por tanto, que no necesita existir para ser. Porque ya es eternamente, sin principio ni fin, y por ello «no existe», no puede resultar un existente. Todos los humanos, en cambio, hemos de ganarnos el ser desde el existir, desde que somos instalados en la existencia y emergemos en la conciencia de sí mismo.

Acabo de leer el libro –«Jesús, en sus palabras y en su tiempo»–  del profesor de Historia en la Universidad de Jerusalén, David Flusser, especializado específicamente en el período histórico en el que vivió  -y existió- Jesús de Nazaret. No es ni mucho menos un libro doctrinal, ni por tanto adoctrinante, sino una pura biografía de Jesús, escrita por un judío, según el cual «el judaísmo es el trasfondo en que se encuadra el mensaje de Jesús y sólo quien conozca el primero puede captar el sentido del segundo». Es un libro muy claro, prologado por un jesuita español, el Padre Joaquín Losada, Profesor de la Universidad de Comillas, quien no puede eludir su admiración más profunda, por encontrarnos, no ante un libro más sobre Jesús de Nazaret, sino frente a un libro distinto. Yo añado, en lo que a mí personalmente concierne, que muy especialmente distinto, en la medida que sólo Flusser me ha hecho reparar en el matiz y sentido, singularísimamente específicos, del mandamiento supremo de Jesús, el amor.

En efecto, siempre me he preguntado, entre no poco y sincero sufrimiento, como yo podría amar a aquellos que, por naturaleza, me inspiran odio, mucho más que amor. Y Flusser, al fin, me ha dado la respuesta, porque -dice literalmente-  «amar a quien se odia, no sólo va en contra de la naturaleza del hombre, sino que además es una perversidad. Lo que en realidad Jesús exige es que amemos al adversario que nos odia: al odio debemos corresponder con el amor.» ¡Por fin puedo entenderlo! Y la explicación de tal enigma radica en el significado, dentro del mundo judío, de las palabras: «Si amáis a quien os ama, ¿qué recompensa tendréis? Amad a vuestros enemigos». Pero, he podido saber que, en hebreo, son dos las palabras con el significado de «enemigo«. La primera, equivale más o menos al hostes latino, simplemente; la segunda significa «el que te odia«. Y este segundo significado es el que utiliza Jesús. Por ello, no es de extrañar que el Padre Losada, en el prólogo a este luminoso libro, se sorprenda tan agradablemente de «oír hablar así sobre Jesús de Nazaret«. Porque «su forma de enfocar la figura del Señor tiene como resultado el logro de una atmósfera que [a los cristianos] nos resulta familiar.» Por ello, además de experimentar la misma agradable sorpresa yo quiero dar las gracias al autor. A un judío, que me ha fortalecido en mi débil fe cristiana.

Y no termina ahí mi aprendizaje acerca de Jesús, a través de los judíos. Otro Profesor judío, Etan Levine, desde 1970 de Ciencias Bíblicas en la Universidad de Haifa, en su libro “Un judío lee el Nuevo Testamento”, escribe: Entre los judíos y los cristianos  -dice literalmente Levine- hay una diferencia radical: los judíos no aceptamos a Jesús como Mesías, como Cristo; los cristianos se llaman así porque le siguen como Cristo, como Mesías.¡Ojalá pudiese ser verdad que, efectivamente, le seguimos! El Profesor Levine es muy amable. Pero, me parece a mí  -sin duda torpemente-  que, pese a ser tal diferencia “radical”, lo cual abre ya un abismo, por una parte tan sólo es una y, por otra  -lo que sin duda es transcendental-  lo que me parece aún mucho más radical o esencial, es que, por parte de unos y de otros, no dejan de ser nuestras respectivas creencias más que percepciones de hombre y ninguno podemos saber a ciencia cierta lo que va a decirnos Dios cuando le veamos, como dice Saulo, o Pablo, no ya “borroso como en un espejo” (de los de su época), sino “cara a cara”. Que el mismo Dios me perdone   -estoy seguro de que lo hará-  mucho más que la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe.

Pero lo que sí parece evidente es que, en este mundo cada día más paganizado, incrédulo y apartado de Dios, en el que los ateos se unen en asociaciones (en España ya hace tiempo hay una) para propagar su angustioso nihilismo, y como me dijo en una ocasión mi buen amigo, y de este diario, Antonio Escudero Ríos, quien ataca a Israel, ataca a la Iglesia y quien ataca la Iglesia, ataca a Israel. En aquella ocasión, me pareció tan sólo un juego de palabras, pero cada día estoy más seguro de que tal aseveración resulta ser cierta.

Ya hice mención en mi anterior artículo así mismo publicado, por la bondad y cortesía de su Director, en diariojudio.com, a la Declaración conciliar vaticana Nostra Aetate. Pero ahora deseo aludir expresamente a la esencia de su contenido. En el documento citado, se declara literalmente por parte del Concilio Vaticano II, que la muerte de Jesús «no puede ser imputada ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían ni  [lógicamente mucho menos] a los judíos de hoy». Por otra parte, Benedicto XVI, en su libro «Jesús de Nazaret», exonera a los judíos, como pueblo, de modo total y absoluto. Era así como habría de suceder y, en esa Muerte, todos los humanos tenemos nuestra parte, porque la eternidad está fuera del tiempo y Dios es un eterno presente. La acusación, sostenida durante siglos, y llevada al ánimo de las gentes, de tantas injustas y abominables maneras, no ha sido sino fruto del odio, para fomentar el antisemitismo e incrementar en el mundo la persecución a los judíos, el pueblo elegido por Dios. El de la primera alianza divina con el ser humano.

Queda en pie, tristemente para mí, la polémica; la separación del dogma y del rito entre judíos y cristianos. Esto también es verdad. Sinceramente, yo no me siento judío, sino cristiano, porque creo que el Mesías esperado por Israel, durante siglos, llegó ya al mundo hace más de veinte. Algunos rabinos, en su momento, también lo creyeron así, según tengo entendido. Y no me refiero tan sólo a los que  -como tanto se ha dicho en España- «judaizaban» en la intimidad, sino a los que lo creyeron de verdad. No me encuentro a mí mismo participando, dentro ni fuera de la Fe, en los ritos, fórmulas, costumbres y cultura en general del pueblo judío. Pero, tampoco me siento, ni me encuentro plenamente de tal modo entre otros diversos modos de cristianismo o  -a veces-  entre los propios cristianos en comunión con Roma. Por ello siento un gran deseo de superar, en todos los casos, tales diferencias de matiz, de ritos y de fórmulas, y desde luego me permito sugerir y rogar a todos los que se tengan por verdaderos cristianos que, allí donde puedan encontrar a un judío, no dejen de llamarle hermano. Porque lo somos. Y los somos también en Cristo Jesús que, agonizante en la Cruz, no tuvo el menor reparo en levantar los ojos al cielo para exclamar: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Pero «esos», para quienes se pedía el perdón, éramos y somos todos, no sólo los judíos. Todos los pueblos de la tierra y todos y cada uno de los hombres de todas las épocas. Todos y cada uno de nosotros.