La teoría política en el ámbito anglosajón hace una distinción interesante entre los conceptos de peacebuilding y pacification. El primero, construcción de la paz, hace referencia a un proceso en el que se busca la paz a través del diálogo interno entre los actores de un conflicto. En el segundo, en cambio, la paz se alcanza por una acción militar coercitiva que obliga a los actores a silenciar los reclamos bajo pena de represalias violentas.
Se trata de un esquema que puede ser aplicado también a una lectura de lo ocurrido en la Iglesia en los últimos años con respecto a la misa tradicional. El conflicto que se venía arrastrando desde el momento mismo de la promulgación del nuevo misal por el Papa Pablo VI, se había ya casi resuelto con el motu proprio Summorum Pontificum de Benedicto XVI, quien se había convertido de ese modo en un “constructor de paz”. Con la aparición sorpresiva hace pocas semanas de Traditiones custodes, el Papa Francisco no solamente ha dinamitado el diálogo y la paz alcanzada en materia litúrgica, sino que se ha constituido en un pacificador, en el sentido anglosajón del término: aquél que impone la paz por la fuerza, amenazando con castigos a quienes no se avengan a sus designios.
Es esta la lectura que han hecho la mayoría de los analistas de la situación eclesiástica y litúrgica, como el cardenal Müller, el cardenal Burke, Mons. Rob Mutsaerts o el P. Guillaume de Tanoüarn, y que lleva a la conclusión de que Traditiones custodes (TC) es, fundamentalmente, un documento profundamente antipastoral, que genera división y reabre un doloroso conflicto, provocando un daño enorme a muchos fieles. Indudablemente, es esta la característica más importante del último motu proprio aunque quizás no sea la más grave puesto que, desde el punto de vista teológico, desarma la construcción que había realizado Benedicto XVI y genera un problema espinoso que se torna irresoluble.
El Papa Francisco apoya parte de la escasa argumentación que provee para justificar sus medidas draconianas con respecto a la misa tradicional, en la aserción de que ésta fue permitida por el Papa Juan Pablo II y posteriormente regulada por el Papa Benedicto XVI con “el deseo de favorecer la sanación del cisma con el movimiento de Mons. Lefebvre”. Si bien es verdad que ambos pontífices deseaban resolver el problema planteado por la FSSPX, como deberían hacerlo todos los buenos católicos, también deseaban mantener la continuidad de la liturgia tradicional. En el libro The Last Testament. In his own words, el Papa Benedicto XVI respondió a la afirmación de que la reautorización de la Misa Tridentina fue una concesión a la Sociedad San Pío X, con estas claras y contundentes palabras: “¡Esto es absolutamente falso! Para mí es importante la unidad de la Iglesia con ella misma, en su interior, con su propio pasado; que lo que antes era santo para ella no sea de alguna manera malo ahora” (Pope Benedict XVI with Peter Seewald, London: Bloomsbury, 216, pp. 201-202).
Y son muchos los testimonios que pueden citarse en este sentido. El cardenal Antonio Cañizares, siendo Prefecto de la Congregación del Culto Divino y privilegiado conocedor del pensamiento y de las intención del Papa Benedicto en Summorum Pontificum, escribía: “La voluntad del Papa no ha sido únicamente satisfacer a los seguidores de Mons. Lefebvre, ni limitarse a responder a los justos deseos de los fieles que se siente ligados, por diversos motivos, a la herencia litúrgica representada por el rito romano, sino también y de manera especial, abrir la riqueza litúrgica de la Iglesia a todos los fieles, haciendo posible así el descubrimiento de los tesoros del patrimonio litúrgico de la Iglesia a quienes aún lo ignoran” (prólogo al libro de Nicola Bux, La reforma de Benedicto XVI, Madrid: Ciudadela, 2009, p. 13).
El sitio web de la extinta Pontificia Comisión Ecclesia Dei, que aún puede visitarse, y que según dice la carta de presentación del cardenal Darío Castrillón Hoyos, entonces presidente de la Comisión, no se trata de un sitio de opinión, sino que incluye “informaciones y material en absoluta fidelidad al pensamiento del Santo Padre” afirma que “la legitimidad de la liturgia de la Iglesia reside en la continuidad de su tradición”. Por tanto, el usus antiquior tiene bien asegurada su legitimidad: tiene cientos de años de historia detrás, y a sus costados a los demás ritos de Oriente y de Occidente que la Iglesia ha reconocido; tiene a la Tradición que lo defiende. La idea que condujo al Papa Benedicto a sostener esta posición es que un rito que fue camino seguro de santidad durante siglos no puede convertirse repentinamente en una amenaza “si la fe que en él se expresa sigue siendo considerada válida”, dice uno de los documentos del sitio mencionado. Plantear una oposición de misales, —uno bueno y uno malo y, por tanto, prohibido—, como hace el Papa Francisco en TC, si bien en el plano práctico va en detrimento del antiguo, en el plano de los principios deja al descubierto un débil fundamento del nuevo.
Es que, en esta perspectiva teológica, el que queda debilitado es el misal de Pablo VI, en tanto que es una clara construcción de laboratorio realizada a las apuradas por un grupo de especialistas, como dan testimonio los mismos protagonistas en sus memorias (cf. por ejemplo, las de Louis Bouyer, Bernard Botte o Annibale Bugnini). Joseph Ratzinger, siendo aún sacerdote, escribía en 1976 al Prof. Wolfgang Waldstein: “El problema del nuevo misal está en su abandono de un proceso histórico siempre continuado, antes y después de S. Pio V, y en la creación de un volumen del todo nuevo, por más que haya sido compilado con material antiguo, cuya publicación fue acompañada de un tipo de prohibición de todo lo anterior, prohibición, que por otra parte, es inédita en la historia jurídica y litúrgica. Y puedo decir con seguridad, basado en mi conocimiento de los debates conciliares y en la reiterada lectura de los discursos hechos por los Padres Conciliares, que esto no corresponde a las intenciones del Concilio Vaticano II” (Wolfgang Waldstein, “Zum motuproprio Summorum Pontificum”, in Una Voce Korrespondenz 38/3 (2008), 201-214). Se trata de una preocupación que ha acompañado al Papa Benedicto a lo largo de toda su vida: cómo salvar teológicamente el misal de Pablo VI, que carece de la continuidad con la tradición que siempre existió en la liturgia de la Iglesia. Ya que era imposible la demostración histórica de este hecho, el único modo de hacerlo era, y es, a través de un acto voluntario; declarando sin más pruebas que esa continuidad existió. Y es eso lo que precisamente hizo en Summorum Pontificum. El Papa Francisco acaba de dinamitar este armado teológico que salvaba a los dos misales y restablecía la pax liturgica, reavivando no solamente los conflictos propios de los ’70 y los ’80, sino también y más importante aún, abortando la solución que se había encontrado en sede teológica para justificar la reforma litúrgica de fines de los ’60.
Por cierto, la teología que se esconde detrás de TC no es una originalidad del Papa Francisco. No es más que un subproducto de la postura rupturista elaborada por la Escuela de Bolonia y, curiosamente, coincide con las teorías que uno de los representantes menores de esa escuela, Andrea Grillo, ha publicado en los últimos años.
TC, además, muestra los conceptos de autoridad y obediencia que pretende el Papa Francisco, más cercanos al perinde ac cadaver que a la tradición y a la teología de la Iglesia. Sus reflejos autoritarios y absolutistas, me traen a la memoria un pasaje de Alicia a través del espejo, de Lewis Carroll:
— Cuando yo uso una palabra— dijo Humpty Dumpty con cierto desdén— significa exactamente lo que yo quiero, ni más ni menos.
— La cuestión— dijo Alicia— es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas distintas.
— La cuestión—dijo Humpty Dumpty— es saber quién va a mandar. Eso es todo.
Con TC, el Papa Francisco pretende imponer a la Iglesia la mentalidad de Humpty Dumpty y gobernarla de un modo despótico: de lo que se trata es de saber quién manda.
Un acierto sí debemos reconocer al motu proprio: su título, pues Traditiones custodes, la expresión inicial que da nombre al documento es perfectamente cierta, ya que los obispos son los “custodios de la tradición”, es decir, ellos están obligados a conocerla, contemplarla y protegerla. Y por eso, es la tradición como algo objetivo lo que debería determinar su accionar episcopal. Sin embargo, se impone señalar un matiz: el motu proprio parece entender la expresión en el sentido de que tradición es lo que los obispos —en especial el obispo de Roma— así deciden que sea: La tradition, c’est moi.