Ante la competencia tenemos, básicamente, dos grandes y contrastantes veredas que elegir para transitar: el ancho camino de la envidia, o el estrecho sendero de la admiración y el reconocimiento de los méritos de aquel otro competidor que posiblemente nos está comiendo el mandado.
El camino de la admiración es el que tanto Moisés como Cristo deciden tomar, ante otro grupo de personas que les están haciendo la competencia en la guerra contra el mal: al pelear aquellos, ajenos a nosotros, justo por los mismos principios e ideales que nosotros luchamos, en realidad se tornan en prácticamente nuestros aliados.
El camino de la envidia es el que toma Caín, que en vez de imitar y aprender de los grandes sacrificios que su hermano Abel ha tenido que llevar a cabo para poder alcanzar su meta de ofrecerle al Dios Vivo una ofrenda de Su agrado, opta mejor por destruir al justo; asesinar brutal e injustamente nada menos que a su propio hermano (inocente y en extremo virtuoso).
Y todo aquello a raíz de la envidia, que nos lleva a querer destruir al prójimo, para deshacernos así de la tortura psicológica que representa para nosotros y nuestra propia mediocridad, su genuina grandeza.
El envidioso, por lo tanto, idolatra la paz y la sensación de poder que le representa el saberse el alfa, el más grande de la manada, de ahí que sea un adicto a ser cabeza de ratón, en vez de aspirar valientemente a la grandeza que le representaría superarse y convertirse entonces en cola de león.
Ergo, el envidioso no ama a Dios ni a su ley, que prácticamente nos obliga a caminar siempre e incansablemente en dirección a Él (a ser cada día mejores seres humanos), sino que idolatra lo que no se debe, colocando en el centro de su propio altar personal de adoración, a los deformes ídolos de la soberbia y de la sed insaciable de poder, obtenido a toda costa y al precio que sea.
Algo muy parecido sucede con el rico de tiempos de Santiago: un rico de pocos méritos personales, cobijado por regímenes opresores y totalitarios, empeñados prácticamente porque sí (sin razón justa ni válida alguna) en otorgarle privilegios inmerecidos a él y a toda su descendencia. Es una injusta riqueza material basada invariablemente en la esclavitud del inocente, en la opresión del prójimo, y no en el intercambio pacífico y consensual entre dos individuos que han decidido cooperar entre sí y compartirse sus distintos bienes y/o servicios, mucho menos en la innovación de objetos o tecnologías que puedan mejorar considerablemente la vida del prójimo y de la humanidad entera.
Es una riqueza de Estado, propicia de las exclusivas élites oligárquicas, contaminadas por el mortal pecado de amar más aquellos injustos privilegios que les han sido otorgados a perpetuidad y sin mérito alguno, que a Dios (es decir, amar nuestra propia avaricia en vez de amar cimeramente y de perseguir los valores supremos estampados dentro del liberador evangelio de Cristo, como lo serían la sabiduría, el amor, la caridad y la justicia -no el dinero ni las riquezas y comodidades materiales a las que éste suele conducirnos-).
Pues aquel que es rico gracias a la esclavitud, claramente ama más al dinero que al prójimo e incluso a la libertad misma.
Valiente y trágica encrucijada en la que aquel rico ha sido inmerso.
Sin embargo, el antídoto para el pecado mortal del rico (especialmente de ese rico mercantilista o monopolizado de tiempos de la Roma Imperial), es dado gratuitamente y con incomparable ingenio y sabiduría por el propio Cristo: aun si amas a tu riqueza por encima de todo lo demás, más te valdría deshacerte de ésta si llegara a ser ese el costo para poder pertenecer a la grey de Dios, pues esto último es algo infinitamente más valioso que todas las riquezas juntas de la tierra (es pocas palabras, valdría mucho más deshacernos incluso de nuestra propia mano, aquella que nos es ocasión de pecado, y por tanto, entrar mancos al Reino de los Cielos, que condenarnos, sin la pérdida de ningún miembro, al fuego eterno de la avaricia, la envidia, la opresión y las miserias espirituales).