La adaptación de una obra de Handel en el Teatro Colón resultó una ocasión superlativa para insultar de manera escandalosa los símbolos más sagrados del cristianismo lo cual, por extensión, fue un insulto a los cristianos. Pero claro, como se pusieron carteles advirtiendo que el contenido de la obra podía afectar la sensibilidad de algunas personas, podría resultar que los abusadores sean los que protestan ante el insulto recibido y no quienes insultan desde la estructura de la administración pública. Si se hubiera agraviado a cualquier expresión religiosa minoritaria en la Argentina, sin duda los autores serían tachados de intolerantes, pero como se agravió a la religión estadísticamente mayoritaria, los intolerantes son los ofendidos.
También ocurre frecuentemente que se descalifique la opinión de una persona en asuntos de interés público, aduciéndose que quien opina es cristiano y que por tal motivo no puede imponer a toda la sociedad su particular punto de vista. En tal caso, ¿debería previamente descristianizarse? ¿Debería pasar por un control de descristianización para ser aceptable como interlocutor? Y no se piense que se trata de expresiones de sectores marginales. No. Por ejemplo, en las Sesiones Informativas en el debate por el aborto realizadas en el Congreso de la Nación, esta forma de descalificación se convirtió en un caballito de batalla.
Esta postura es absolutamente irracional y por tal, extremadamente injusta. La religiosidad es una característica inherente al ser humano desde todos los tiempos. Desde que las personas se preguntaron por el sentido de la vida, por lo que sucede después de la muerte, por la razón o la sinrazón de la enfermedad, del dolor, de la injusticia; las respuestas fueron proporcionadas por las creencias religiosas. Esta expresión es más abarcativa que la palabra religión, que alude entre otras cosas, a una organización institucional y a un cuerpo doctrinario. Así, toda religión implica una creencia religiosa, pero no toda creencia religiosa está organizada como religión.
Desde que la humanidad tiene memoria y aún desde antes, de acuerdo a los testimonios de la arqueología, los seres humanos se han planteado una serie de interrogantes por el principio del universo, por la existencia de dioses o por esquemas panteístas de tipo gnóstico, o por la combinación de ambos principios. Estas fueron las respuestas absolutamente predominantes en la Antigüedad, en medio de las cuales se suscitó una respuesta original, en el seno de una pequeña tribu perteneciente a la cultura aramea, de la cual nació Israel. De la religión judía nació la concepción de un Dios creador y absolutamente trascendente al universo creado. Huelga decir que de allí nacieron los monoteísmos cristiano e islámico, que no por nada se agrupan como religiones de raíz abrahámica. Dicho sea de paso, otra hubiera sido la historia si los agravios vertidos desde la Administración de Ciudad Autónoma de Buenos Aires hubiesen afectado símbolos judíos o islámicos.
En razón de esta inherencia de la religiosidad a todos los hombres, es que la libertad religiosa es un derecho humano inalienable. Existe la dolorosa experiencia histórica de un camino que empieza en la ridiculización de la religión y la descalificación de las personas religiosas, y llega hasta la privación de sus derechos más elementales, incluyendo la vida. Por ello es que la aceptación impávida del agravio y de la descalificación por razones religiosas no es tolerancia, es complicidad con un proceso que ya se sabe que termina muy mal.
Desde la Modernidad surgieron en la historia ideologías que buscaron contestar preguntas cuyas respuestas estaban a cargo de las creencias religiosas. Por eso se las llamó ideologías totalitarias, o ideologías de la muerte de Dios, al decir de Eric Voegelin. De allí, me parece, que debemos ampliar el concepto de creencias religiosas incluyendo a estas ideologías que si bien, en apariencia, niegan las religiones, en la realidad pretenden sustituirlas proporcionando las respuestas alternativas a los interrogantes fundamentales del ser humano. En definitiva, nadie deja de manejarse en base a determinadas creencias básicas sobre el sentido último de las cosas. Aunque se trate de “religiones a la carta”, de sincretismos religiosos, y en la mayoría de los casos se mantengan en la esfera de la intimidad. El mismo que hoy descalifica a un cristiano para opinar en asuntos políticos, posiblemente profese la creencia que el espíritu es una forma sutil de la materia, si es marxista; o que peregrine al cerro Uritorco allá por Traslasierra en busca de energía cósmica o se abrace al árbol más cercano a su domicilio. O pensará que el cuerpo es la cárcel del alma, si es que adhiere a cualquier religiosidad de tipo gnóstico.
Por tales motivos, las ofensas a la religión no deben tolerarse, ni la descalificación de los creyentes, aunque al principio pudiere parecer algo inofensivo. El catolicismo ha desarrollado una clara diferenciación entre fe y ciencia, por lo cual existe un amplio camino de diálogo entre los hombres de diferentes credos en el plano de lo racional. Y aunque en ocasiones se debata sobre ciertos aspectos puntuales dejando de lado los argumentos religiosos; se trata de una decisión prudencial; pero no debe ser a costa de ocultar nuestra identidad cristiana. Porque hay límites infranqueables, cosas que no son disponibles por la voluntad de quienes tienen el poder de negarles a algunos un trato digno. La sacralidad de la vida es uno de ellos.