El amar la luz es ya un acto de valentía y heroísmo en sí mismo. Por eso la gran fe del protagonista invidente del evangelio es exaltada (junto con aquel que la profesa) nada menos que por el mismísimo Mesías. Pero no es sólo su fe la que lo lleva tanto a suplicar al cielo que su ceguera sea erradicada, como a que finalmente sus persistentes oraciones logren ser escuchadas; es también determinante su tenaz y ejemplar perseverancia, al negarse a aceptar un no definitivo como respuesta a sus insistentes súplicas.

Cuando uno ama de verdad, esa fuerza tan inconmensurablemente poderosa y activa, lo conduce hacia la fe y hacia la perseverancia, ambas indispensables para alcanzar y/o conservar aquello a lo que tanto se ama. El que de verdad ama a su cónyuge, por ejemplo, tendrá simultáneamente su fe puesta en que logrará su objetivo de ser el mejor amante posible para su amada o su amado (en el más amplio y profundo sentido de la palabra), y también la perseverancia necesaria para que sus acciones demuestren sus amores y lo acerquen cada vez más a esa noble meta de convertirse en el amante perfecto, tan sólo y exclusivamente por genuino amor y entrega a su pareja.

La fe, entonces, digamos que constituye la fase mental y/o espiritual de nuestro proceso amoroso (el poderoso motor interior que nos conducirá hacia nuestros laudables objetivos para con el sujeto de nuestro amor) y la perseverancia, el tangible accionar (manifestado ya de forma exterior por medio de nuestras obras) que logrará materializar (con hechos concretos) el milagro del amor.

Y exactamente lo mismo sucede con el que ama la luz, tanto literal como metafóricamente: su fe y su perseverancia lo llevarán a esa búsqueda incansable del magnífico e improbable milagro, y no sólo por medio de la oración y del nunca perder su fe, sino incluso intentando contribuir de forma activa a, por ejemplo, el esfuerzo científico para que eventualmente se pueda corregir su falta de visión (lo que hará, justo como ya lo mencionábamos, por amor a la luz, así como por medio de una fe y una perseverancia inquebrantables).

Lo mismo ocurre metafóricamente hablando: el hambriento de luz y de sabiduría, suplicará a los cielos por la curación de su ceguera, para poder así finalmente “abrir los ojos” y lograr ver todo aquello que no podía o no quería ver (por doloroso que pudiera resultar semejante proceso de aceptación de la cruda y tal vez terrible realidad que nos rodea).

Y la increíble realidad del ser humano y sus milagrosas libertades ontológicas, es precisamente una de marcados contrastes tragicómicos, dentro de los que, con el más negro de los humores, podemos contemplar con suma frecuencia a hombres con ojos, pero que no quieren ver, y a ciegos inflexibles e infatigables que darían lo que fuera, como el heroico personaje de las sagradas escrituras, para que la luz pudiera colmar nuevamente a sus almas en pena con esos trillones de milagrosos fotones que ahuyentarían, sin duda alguna y de un solo golpe, a las tinieblas de la carne, y lo llevarían a un despertar y a una consecuente aceptación de la realidad objetiva y al adecuado desarrollo de sus habilidades de discernimiento, aprendiendo a distinguir cada vez mejor entre aquellos caminos que nos conducen a la salvación y los que se dirigen directamente al corazón de las cavernas del llanto perenne y el interminable crujir de los dientes.