¿Cuál es, exacta y/o técnicamente, el problema del vicio o del ser un vicioso? Podemos decir que la constante erosión y/o la paulatina destrucción de distintos aspectos positivos de nuestras vidas, mismos que el vicio eventualmente nos llega a producir, como podría ser el severo deterioro de nuestras más grandes riquezas materiales o físicas (aunque también metafísicas): si abuso del alcohol (si soy un auténtico alcohólico), sin lugar a dudas estaré mermando, tontamente y cuanto menos, la mayor riqueza material que poseo, que es nada menos que mi propia salud física (igual si peco de gula, es decir, si ingiero un mayor contenido calórico del que me corresponde, desde una perspectiva médica y/o nutrimental).

Pero el Cristo, en el evangelio de San Lucas, curiosa y sorpresivamente nos señala con tremenda claridad que ese no es el principal problema del vicio, en absoluto.

Jesús, a través de la habilidosa pluma del médico griego, argumenta que lo verdaderamente peligroso de los vicios es el exceso de anestesia de la que tan exitosamente éstos son capaces de proveernos, es decir, los efectos negativos del mismo pero no a largo, sino a corto plazo (en pocas palabras, que el más severo problema al respecto es que el vicio, de forma prácticamente inmediata, nos embrutece a tal grado de convertirse en un paradisíaco modo de escape -en una rotunda y total negación- de nuestra cruda y dura realidad y, por lo tanto, en un agente más de la mentira, en vez de un valeroso aliado de la Verdad, misma que el Mesías prometido tanto insiste que es el camino correcto a tomar, en vez de todos aquellos diversos senderos que se oponen a la misma de forma francamente diametral).

No es casualidad que un 50% de los homicidios (según el Doctor Jordan Peterson, psicólogo clínico y ex docente de la Universidad de Harvard, que realizó su tesis doctoral nada menos que sobre dicha temática) se lleven a cabo con el asesino en estado de ebriedad (y prácticamente ese mismo porcentaje de las víctimas de asesinato se hayan encontrado también justo bajo esos mismos efectos toxicológicos al momento de su muerte).

Tampoco es casualidad que, debido a ello, sea mucho menos estigmatizado social y penalmente el ser obeso que el ser drogadicto, pues el obeso difícilmente podría asesinar a una familia tras el volante a la salida de un buffet de espadas brasileñas, pero un alcohólico, saliendo de un bar y detrás de su vehículo, vaya que es mucho más probable que cometa algún tipo de atrocidad, en especial al ya haberse atrevido a cometer semejante imprudencia (lo que por supuesto no significa que la gula no sea grave ni que ésta no se pueda convertir con extrema frecuencia en una peligrosa evasión de una realidad difícil y objetiva, que ya hemos decidido cobardemente que no confrontaremos ni mucho menos resolveremos).

Es decir, la prédica de Jesús se centra en la importancia vital de evitar a toda costa la anestesia estupidizante y alienadora de la que nos proveen todos los distintos vicios, con el objetivo de poder estar perfectamente despiertos y preparados para los momentos de prueba y/o de tribulación (desde los más triviales hasta los más significativos y eternos), mismos que el Cristo pareciera garantizarnos que vaya que llegarán a nuestras vidas, cual violento y destructor relámpago, y que, para bien o para mal, lo harán mucho más temprano que tarde (así como no en una, sino en múltiples ocasiones).

De ahí, entonces, la gran importancia del vivir como conviene (como, a su vez, San Pablo se lo recomendaría tiernamente en una de sus epístolas a la iglesia de Tesalónica), nada menos que para que podamos hacer lo correcto en el momento preciso, poder colocarnos al volante de nuestro propio destino cuando éste nos lo exija (sin memorándum de antemano o aviso previo de por medio), y para que, ante tan definitivas circunstancias, no nos encontremos ahogados de borrachos o de soberbia o de lujuria o de ira o de pereza o de envidia o de cualquier otro paliativo que nos aleje, aunque sea un poco y/o por unos cuantos segundos siquiera, de la correcta y necesaria contemplación de nuestras propias y objetivas miserias, deformidades y vergonzosos defectos y debilidades.