Andrés Ortiz-Osés, teólogo, filósofo, sacerdote, profesor de hermenéutica, catedrático emérito de la Universidad de Deusto, se sienta en un sillón de mimbre. Es 20 de mayo de 2021. Tiene 74 años y un cáncer con metástasis en el aparato digestivo que le viene persiguiendo desde hace cuatro años, con sesiones de quimioterapia que lo dejan hundido y un dolor constante, insoportable, que apenas consigue ahuyentar con morfina. Durante los últimos meses, sentado en este patio del antiguo seminario de San Carlos, un magnífico edificio del siglo XVI situado en el casco antiguo de Zaragoza y convertido en residencia de sacerdotes ancianos, ha conversado largamente con José Luis Trasobares, que además de periodista es presidente de la asociación Derecho a Morir Dignamente (DMD) de Aragón.

La cita de hoy es especial. Ortiz-Osés siente que el final está cercano y quiere dejar un testimonio grabado de su sufrimiento y de su apoyo convencido a la eutanasia —que ya había sido aprobada por las Cortes, pero aún no había entrado en vigor—. Casi cuatro años antes, en junio de 2017, Trasobares recibió un correo electrónico de un nuevo socio que le pedía que fuera a verlo a la residencia para sacerdotes ancianos: “La verdad es que me quedé bastante descolocado. ¿Cura y socio de DMD? La primera conversación fue en la biblioteca. Me habló de su cáncer, de las sesiones de quimio que lo dejaban para el arrastre, de su voluntad de evitar llegar a un punto en que la degradación física y el dolor que arrastraba le sumieran en la desesperación. Nos preguntó si la eutanasia llegaría a legalizarse. Incluso nos dijo que un amigo le había propuesto irse a vivir a Países Bajos, donde podría ejercer el derecho a una muerte voluntaria, y que otro le había hablado de una sustancia que se podía adquirir a través de internet y que le proporcionaría un dulce sueño que acabaría en parada cardiorrespiratoria. Hablaba de todo ello sin bajar la voz, mientras otros sacerdotes ancianos entraban, salían o se sentaban a leer bajo una sala decorada con cuadros de vírgenes, mártires y altos dignatarios del clero. En ese momento, la situación me pareció un punto surrealista. Más tarde, cuando tuve la suficiente confianza, pregunté a Andrés sobre la aparente contradicción entre su condición de sacerdote y su postura a favor de la eutanasia”.

El filósofo y el periodista han hablado mucho de eso en estos cuatro años, pero ahora lo van a hacer delante de una cámara de vídeo. Ortiz-Osés está muy delgado, demacrado, su voz ya no es la que encandiló durante décadas a sus alumnos de Deusto, pero aún queda rastro de su genio y su mirada conserva el brillo. No sin esfuerzo, responde a la pregunta que Trasobares quiso formularle aquel día que hablaron por primera vez en el antiguo seminario:

—Andrés, tú eres un teólogo, un filósofo, un catedrático, pero además de eso eres sacerdote y estás aquí en este entorno religioso. ¿Cómo es posible que estés planteándote la eutanasia como alternativa cuando la jerarquía eclesiástica está en contra?

—Aquí lo que falla es la propia religión compasiva, auténtica. Si te enfrentas a la muerte, sabes que vas a morir. Por lo tanto, lo que tienes que hacer es asumirlo, articularlo, benevolizarlo, humanizarlo… Hay una cerrazón tal que está provocando mucho sufrimiento en la gente. Yo, por ejemplo, ahora tengo unos sufrimientos inconmensurables. Llorando. A mi edad… ¿Qué se puede hacer? Yo creo que la evolución llegará a través del humanismo compasivo. Tal vez yo sea el menos indicado para responder, ya que lo estoy sufriendo. Soy un experto, pero en sufrimiento. Estoy sufriendo más de lo que había imaginado, y eso que he sido huérfano, que a mi padre lo asesinaron, que mi madre murió a consecuencia de aquello… Pero nunca había imaginado que podía llegar hasta estos extremos del dolor. Es terrorífico que esto ocurra en una Iglesia fundada por Jesús, uno de los personajes con Sócrates más abiertos de la historia. Jesús asumió una muerte realmente terrorífica, pero porque quiso, y asumiéndola… Por lo tanto, hay tabúes religiosos muy profundos.

José Luis Trasobares le pregunta ante la cámara cuál sería a su juicio la solución más humana para los enfermos que quieren acortar su vida para huir del sufrimiento, de la enfermedad incurable. Ortiz-Osés plantea: “¿Por qué no se hace una alianza entre la eutanasia, las nuevas eutanasias, y el derecho a morir dignamente? Es decir, acortar la vida a través de unos métodos intermedios entre la muerte y el acortamiento, entre la eutanasia pura y dura y el acortamiento. Se tienen todos los instrumentos legales, éticos, instrumentales… Por fin [la ley de la eutanasia] ha sido confirmada por las Cortes, pero se ha quedado muy corta en cuanto a que no es capaz de avanzar, de profundizar, con un montón de enemigos innecesarios, ridículos. Aquí lo único malo es morir malamente. No la muerte. Si la muerte es un descanso eterno, si la muerte es el nirvana, si la muerte es trascendencia tanto para los religiosos como para los no religiosos. Y, por lo tanto, ¿por qué esta obcecación con el tema de la muerte? Porque es el último tabú, la máxima oscuridad. Y el resultado es que nos están dejando morir de mala manera… Yo ya no como nada, no me entra nada, no me apetece… Soy ya un cadáver”.

Trasobares cuenta que los últimos meses fueron un auténtico calvario para Andrés Ortiz-Osés: “La morfina fue un alivio. Pero aquel dolor sordo no lo abandonaba nunca. Estaba demacrado, pálido, siempre muerto de frío. Durante horas permanecía en su cuarto echado en la cama. Cruzábamos correos electrónicos. Le espantaba la posibilidad de acabar en el Tobías, un centro de la archidiócesis donde llevan a los sacerdotes muy enfermos que ya no pueden estar en la residencia de San Carlos. En mayo incluso barajamos la posibilidad de llevarlo a un piso que tenía en Zaragoza para organizar allí una sedación terminal, pero era muy complicado pues iba a ser preciso acondicionar la vivienda que llevaba años vacía”.

Ortiz-Osés va despidiéndose de sus seres queridos. De su sobrina Máxima Ortiz, de su amigo el profesor de la Universidad del País Vasco Luis Garagalza. Ambos, contactados por este periódico, han confirmado el deseo del filósofo de tener una muerte sin dolor y estaban al tanto de sus contactos con la asociación por el Derecho a Morir Dignamente. Su sobrina destaca la humanidad del servicio de cuidados paliativos que le administró la sedación terminal. El día 10 de junio, a las 14.46, Ortiz-Osés envía su último correo electrónico a Trasobares. Llama la atención por dos cosas. Es un mensaje de apenas cinco líneas —los suyos solían ser largos y repletos de detalles— y además está lleno de erratas, algo impropio en él. Le cuenta que sigue sufriendo, que se siente flojo, “hecho un guiñapo”, y que quiere “trascender de una vez, marcharse, cortar”. Le avisa de que ha hablado con el sacerdote Carlos Palomero, el director de la residencia de sacerdotes ancianos que siempre ha sido muy respetuoso con su forma de pensar, para que se ponga en contacto con cuidados paliativos. La última línea del correo dice: “Te envío esta carta con sus imperfecciones para que sepas, Andrés”. Es casi un mensaje en clave. Ya no tiene fuerzas para corregir erratas, para encontrar la palabra perfecta. Le hubiese gustado encontrarse con la muerte de otra manera, pero al menos ha dejado una semilla para que otros lo consigan.

Ocho días después de ese correo, y siete antes de que entre en vigor la ley de la eutanasia en España, Andrés Ortiz-Osés fallece.

—Cuanto más avanzan mis sufrimientos, menos entiendo que no me den un cauce para evitarlo. Aquí lo único malo es morir malamente, no la muerte.