No nos andemos con rodeos: el único argumento moral para que podamos llegar a justificar un aborto (es decir, para que una madre asesine a su propio hijo no nacido), es que, la presencia de semejante producto, represente una auténtica amenaza vital en contra de la vida de la madre (o sea, si la cuestión, lamentablemente, llegara a reducirse a tener que salvar a uno o a otro ser humano inocente, el único trágico desenlace sería, lógica e inevitablemente, la muerte de una de las dos personas ya antes mencionadas).

Sin embargo, La Virgen María, curiosamente, se ve sumergida en un dilema no sólo similar al anterior, sino mucho más triste, complejo y aterrador: por principio de cuentas, ni siquiera está aún embarazada (por lo tanto, bien puede negarse a cargar en sus entrañas al Hijo del Hombre, y ello no implicaría asesinato alguno de por medio, ni mucho menos), y, por otro lado, el riesgo personal de aceptar semejante misión resulta ser, cuando menos, avasallador (perfectamente capaz de transformar en el peor de los cobardes al más valiente de los soldados, sin lugar a dudas), pues si María acepta el designio divino (si se convierte en la profetizada doncella que dará a luz al Mesías prometido), tendrá muy seguramente que enfrentar una cruel, injusta e inevitable condena a muerte por lapidación (una muerte, en plena flor de la vida, en extremo dolorosa y también prolongada), a menos que José se lograra apiadar de ella y se tornara en el padre adoptivo de la angelical criatura (lamentablemente, este último, en vez de hacer lo propio, decide abandonar a la adolescente embarazada a su suerte -o, más bien dicho, a su muerte, así como también abandonar a la muerte nada menos que al mismísimo Cristo, que ya crece en las entrañas de la primera, lo que no se revierte sino hasta que Dios mismo, por medio de unos nobles y oportunos jalones de orejas (durante el sueño del sujeto en cuestión), logra convertir milagrosamente al tibio y cobarde carpintero, en el Santo que todos amamos y veneramos: el ejemplar y heroico San José -sin duda y por mucho, el más grande padre putativo de toda la historia de la humanidad-).

Y claro, la valentía heroica de San José, en realidad palidece al lado de la de la propia María, la adolescente que, a pesar de los nubarrones insoportables que amenazan su oscuro porvenir y el de su tierno y tan amado bebecito, decide someterse estoica y ejemplarmente a la voluntad del Padre y, de ese modo, nada menos que salvar al mundo.

Por eso es que veneramos a María.

Por eso la pequeña adolescente, es la más grande entre las más grandes, no por aquello para lo que Dios la eligió, sino por aceptar, no sólo con imposible estoicismo e integridad moral, sino incluso con inmensa alegría, aquello para lo que Dios la eligió.

Qué hermoso no sólo que toda mujer, sino también que todos los hombres tuviéramos siquiera la décima parte de la santidad y la valentía de María, o tan sólo al menos la voluntad de intentar imitar tan laudables y tan excepcionales virtudes (qué mundo tan vivo, tan maravilloso y tan hermoso sería éste, caramba).

Y lo más increíble de todo lo anterior, es el pleno conocimiento que ya posee la joven en relación con todo lo que sucederá si conserva el valor de pronunciar el “”, es decir, María no sólo tiene, en un inicio, a su propia muerte frente a ella, cual lobo hambriento al acecho de una indefensa e inocente corderita, sino que sabe perfectamente que, si decide seguir adelante con su embarazo (y en el muy poco probable caso de que su propio asesinato y el de su bebé milagrosamente no ocurriera), el premio por ello (lo sabe perfectamente), será el presenciar en primera fila (tan sólo un poco más de tres décadas después), con la impotencia del que sabe que no puede hacer nada para evitarlo, padecer y sufrir una inimaginablemente cruel e injusta muerte de cruz nada menos que a ese mismo hermoso bebecito, justo a aquella misma bendita creatura por la que ella evidentemente hubiera dado la vida, sin dudarlo ni por un solo instante, a cambio de poder salvarlo.