En 2003 el primer presidente del Kazajistán independiente, Nursultán Nazarbáyev, tuvo la feliz idea de congregar en la capital de su país a los principales líderes religiosos del mundo: a aquellas religiones con mayor número de seguidores en el mundo y a aquellas que, siendo de antiquísima tradición —como los zoroastristas— ya apenas tienen fieles. Por aquel entonces, se señalaba a los musulmanes como culpables del terrorismo que azotaba a Occidente.
En Kazajistán conviven más de 130 etnias y más de 40 confesiones religiosas. Nazarbáyev tomó como seña de identidad del nuevo Kazajstán precisamente esta pluralidad religiosa. La misma Constitución protege con celo la libertad religiosa. Su legislación posterior especifica que ningún líder religioso puede humillar o simplemente faltarle el respeto a otra persona por tener una fe diferente.
El impulso de esta iniciativa del Congreso de Líderes de Religiones Mundiales y Tradicionales buscaba la paz mundial, pero también ofrecer un camino concreto para esa convivencia pacífica, que es el modelo kazajo de tolerancia religiosa.
Cada tres años, se reúnen en la capital kazaja, bajo los auspicios de su presidente, representantes de las religiones mundiales y tradicionales; tienen sesiones plenarias con intervenciones de sus principales representantes y sesiones de trabajo, donde elaboran documentos que puedan servir para el diálogo interreligioso, buscando lo que les une y preocupa. Desde 2013, quien dirigía las sesiones plenarias era el presidente del Senado, Kasim-Yomart Tokaev, que en 2019 sucedió a Nazarbáyev como presidente.
Yo tuve la suerte de participar allí, en 2013, en la celebración del 10º aniversario de estas reuniones. Pude comprobar que esa tolerancia se vive con total normalidad en el país y que este tipo de reuniones entre líderes anima a las comunidades locales a imitar esas actitudes y a fundamentar teológicamente que ninguna religión debe ser instrumentalizada para fines políticos, y mucho menos para justificar el uso de la violencia contra seres humanos inocentes. Acostumbrados a ligar islam con terrorismo y Asia Central con inestabilidad o intolerancia religiosa, el ejemplo de Kazajstán rompe ese cliché.