El musicólogo, pedagogo y compositor Felipe Pedrell, muy importante en la formación de músicos españoles como Isaac AlbénizEnrique GranadosJoaquín Turina y Manuel de Falla, escribía: «No se tiene el derecho de motejar de indocto en materia de música a un pueblo como el inglés, que ha hecho del cultivo de la canción popular un verdadero culto (…) que en millares de ejemplares propaga las mejores canciones populares de su pueblo, los corales de las grandes concepciones de los Händel y los Bach para que los entonen todos, cantores y pueblo, en los grandes festivales, verdaderas conmemoraciones musicales que no posee ni ha podido instituir, tan prácticamente desde el punto de vista social, ningún pueblo de Europa (…). Dejando cuchufletas a un lado, puede afirmarse que Inglaterra es uno de los países en que la música ha sido más honrada, así en la antigüedad como lo es actualmente”.

Epicentro de esos festivales y tradiciones ha sido la música religiosa, capital foco de atención de toda una serie de compositores ingleses.

En el período isabelino, el polifonista William Byrd (1543-1623), de quien se dice que era católico silencioso que, por temor a exponer su cabeza durante las feroces persecuciones a los católicos por parte de los anglicanos de entonces, se comunicaba musicalmente con los demás creyentes fieles a Roma en un código para iniciados, tratando de infundirles ánimo y resiliencia. Byrd, al lado de compatriotas como Thomas Tallis (1502-1585) y seguido por John Jenkins (1592-1678), compuso música coral de notable espiritualidad.

Lo siguió y superó en maestría el gran Henry Purcell (1659-1695) con su estilo sobrio, austero, recogido y luminoso.

En la época de mayor esplendor del Barroco, Händel, alemán de nacimiento, pero inglés por adopción, sacudió al mundo desde Londres como volcán de lava benigna y purificadora con sus oratorios, anthems y demás obras religiosas.

Pasó el tiempo y la música inglesa experimentó una decadencia considerable, aunque no se interrumpieron ni la multitud de conciertos, ni los festivales de música coral, ni la admiración por compositores extranjeros que dejaron su impronta en este tipo y otros tipos de obras y visitaron Inglaterra en el siglo XIX y comienzos del XX para gozar de innumerables aplausos (MendelssohnDvorákBruch).

El verdadero renacimiento de la música de origen inglés, y no solo de la coral, lo conoció el país gracias a la figura de Edward Elgar (1857-1934), quien dedicó una buena parte de su obra a la música religiosa.

En la marginalidad católica

Elgar nació en las afueras de Worcester. Era hijo de un comerciante de partituras y organista aficionado, William Henry Elgar, y de una mujer de origen campesino, Ann Grening, pero de gran cultura y gustos literarios exquisitos.

Educó a su hijo en el amor a la literatura y la poesía, infundiéndole un interés, que duró toda su vida, por la antigua Inglaterra heroica y católica; excitando su imaginación con fábulas, relatos épicos e históricos que no faltan en la cultura inglesa, estimulando además la imaginación de niños y adolescentes de todo el mundo, sobre todo los de pasadas generaciones, con las gestas de una galería de personajes heroicos como Alfredo el GrandeSanto Tomás BeckettSanto Tomás MoroSan Juan FisherRicardo Corazón de LeónRobin Hood, el rey Arturo y sus caballeros de la Tabla Redonda, y Enrique V, al menos en la versión de Shakespeare, entre otros.

Así fue como el compositor de las Variaciones Enigma iría convirtiéndose poco a poco en un muy ávido lector. Ella, quien se había convertido al catolicismo, educó a sus hijos en una fe que el compositor no abandonaría, a pesar de sus crisis y fracasos, mientras que el padre le concedió mucha relevancia a su educación musical, enseñándole los rudimentos de las técnicas del violín y del órgano. Edward reemplazaría a su padre como organista en la catedral de Worcester.

Elgar no estudió en un conservatorio, fue un autodidacta. Durante toda su vida abrigó una posición muy escéptica respecto a la formación académica de la música que para él podía hacer más mal que bien. Tomó clases particulares de violín; soñó con ser un solista virtuoso de este instrumento, su preferido, mas con el tiempo se convenció que no podía serlo y renunció a esa aspiración.

Encontró sus más sólidos puntos de apoyo en el aprendizaje para su futura tarea artística en tres fuentes primordiales: la lectura de toda una suerte de textos de teoría, composición e interpretación musicales; los conciertos a los que asistió con voracidad de melómano sediento de aprendizaje y nuevas revelaciones (decisivas fueron sus experiencias viendo dirigir sus propias obras a Dvorák y al wagneriano Hans Richter, quien causó furor en la capital británica con los que para muchos fueron verdaderos descubrimientos; el mismo Richter estrenará después composiciones de Elgar), y su participación como compositor e intérprete en la banda de los guardas del asilo de Powick, cerca de Worcester. Reconocía haber aprendido mucho en estas jornadas de la banda y nunca renegó de las obras que lo testifican como autor de éstas, que aún hoy pueden escucharse con deleite.

Tardío reconocimiento y papel de su esposa

Elgar solo empezó a ser reconocido como compositor después de sus cuarenta años de vida. Conoció las más grandes limitaciones materiales, el marginamiento y el ostracismo. Pero la providencia lo favoreció con la compañía de una segunda mujer, forjadora de su temple: su mujer, Caroline Alice Roberts, hija de un general, que fue desheredada por éste, su padre. Estaba muy mal visto en la sociedad británica victoriana, fuertemente estratificada y jerarquizada, que una mujer, por lo demás mayor que su esposo, se casara con un hombre de procedencia humilde y, como por si fuera poco, católico, en un país donde anglicanos y puritanos habían perseguido encarnizadamente a los papistas.

Edward Elgar, con su esposa.

Edward Elgar, con su esposa.

Quien lea Perder y ganar, la novela del santo cardenal Newman, puede hacerse una idea de hasta qué punto llegaban las prevenciones y prejuicios de los ingleses respecto a los católicos, sobre todo en los ambientes intelectuales, especialmente en Oxford, que Newman conocía tan bien.

Ella se convirtió en la más ferviente admiradora del compositor, su amanuense y su principal crítica. Una de sus más celebradas partituras, las ya citadas Variaciones Enigma, se debió en buena medida a ella. Edward, que no era muy ducho como pianista, improvisaba a menudo tocando el instrumento. En una de esas ocasiones dio a luz desenfadadamente una melodía de la que desconoció su importancia y pasó desapercibida para su atención. Ella escuchaba y reparó en el hecho de que se trataba de un espléndido tema musical. Se lo hizo repetir en el teclado a su marido y le insistió en su inmenso valor.

‘Variaciones Enigma’, interpretada por la Orquesta Filarmónica de Varsovia, bajo la batuta de Jacek Kaspszyk.

Así nació el tema nuclear de estas Variaciones, una de las obras más amables y afectuosas en la historia de la música; este tema, noble y empático, se presta para una serie de variaciones a través de las cuales el compositor retrata con mirada cordial a amigas y amigos muy caros a sus simpatías, haciéndose también él mismo un autorretrato musical.

Cumbres de espiritualidad

El oratorio y la música religiosa, como se decía antes, habían sido por mucho tiempo géneros preferidos por el público inglés. Pero desde la época de Händel no habían conocido tanta maestría y tan buena acogida como El sueño de Geroncio, oratorio basado en un texto de Newman, una de las obras con las que Elgar ganó la fama.

‘El sueño de Geroncio’, con Sir Andrew Davis dirigiendo la Royal Scottish National Orchestra.

Ante la proximidad de la muerte, situación en la que se encontraba el propio cardenal cuando la escribió, el alma de Geroncio vislumbra el tránsito hacia la eternidad; alrededor de su lecho de muerte oran un sacerdote y allegados. Poco a poco, su alma se va desprendiendo del cuerpo hasta llegar a las esferas celestiales, donde es conducida al purgatorio a la espera del juicio final.

Es un diálogo de un alma agonizante con su ángel guardián y coros de ángeles, con unas pocas intervenciones de demonios impotentes en la antesala del reino del que es camino, verdad y vida. Tanto el poema como la música de la que es epítome expresan esencialmente la esperanza de un redimido y están considerados como obras cumbres de la cultura inglesa.

‘El drama de Geroncio’, en una grabación en la catedral de Canterbury en la Pascua de 1968. Peter Pears interpreta a Geroncio a partir del minuto 9:28.

El tenor solista, que hace las veces del alma de Geroncio, juega un papel mayúsculo; quien conozca la interpretación que de ella hacía el insigne Peter Pears, sabrá hasta qué punto lo es. La obra, con unos coros espléndidos, hace una transición inspiradísima de teología mística, desde el temor del alma al juicio divino hasta el sosiego de una atmósfera etérea e indefinible. Sin lugar a dudas, es magistral y por eso goza de tanto prestigio.

El reino [The kingdom], por su parte, hace gala de los aciertos del libreto, que sigue puntualmente a los Hechos de los Apóstoles, con muy pocos añadidos. Es quizá el oratorio más extático que compuso Elgar.

Relata los momentos previos al día de Pentecostés: el pan y el vino compartidos del cuerpo y la sangre del Redentor; la venida ese día del Espíritu Santo sobre María y los apóstoles reunidos; las reacciones del pueblo en Jerusalén ante el testimonio de los apóstoles, encabezados por Pedro y Juan -el primero tiene un gran protagonismo en la obra-, la curación del tullido gracias a él (Hch 3, 1-10) y la detención de los apóstoles por parte del sanedrín. En vez del interrogatorio a que son sometidos y su posterior castigo por predicar la verdad, el libreto cede la palabra a María, quien se refiere a que los elegidos siempre serán perseguidos y vejados, pero que su Hijo siempre estará con ellos y los liberará de la muerte eterna; el canto de la soprano solista es profundamente recogido y piadoso. Una elipsis excelente da paso a una nueva reunión de los apóstoles, ya libres, y, hacia el final, se escucha el canto unánime del Padre Nuestro, un momento de suma elocuencia y ascenso del coro hacia la gloria infinita del Creador.

Otros oratorios religiosos del compositor inglés -también los compuso de tema profano, si se puede decir- son Los apóstoles, con un gran protagonismo de JudasPedro y María Magdalena; el llamado a la misión de los apóstoles y el hecho de ser ellos testigos el milagro de Cristo caminando sobre las aguas, corre paralelo a la búsqueda del Redentor por esta última; y con un coro final posterior a la Ascensión que puede considerarse como el más apoteósico de la creación elgariana.

Apoteosis elgariana en la Ascensión de ‘Los apóstoles’ (a partir del minuto 6.40).

Firmó igualmente una obra maestra más, La luz de la vida [The light of Life – Lux Christi], centrada en el milagro de la curación del ciego que narra el Evangelio de San Juan (Jn 9, 1-41). La Meditación, preludio con el que se inicia, es una página prodigiosamente orquestada que deja traslucir una fe y un ardor amoroso dignos del personaje a quien se refiere, Cristo. En este oratorio los coros cobran la magnitud y altura de los de Händel.

También compuso Elgar un Te deum, musicalizó Salmos y dejó otras partituras de índole religiosa.

Los oratorios de Elgar fueron compuestos para los festivales de los que Pedrell hacía mención; han tenido y tienen intérpretes profesionales que podrían mencionarse sin rubor. Pero pocos como Adrian Boult, el muy íntegro, discreto y completo director, cuyas grabaciones son ya legendarias. Con este director, la solemnidad y vigor de estos oratorios queda muy resaltada.

Otras obras y las miniaturas

También compuso Elgar dos sinfonías y una inconclusa, la primera de las cuales se hizo pronto muy famosa; un concierto para violín, uno de los centrales del repertorio, otro para chelo y uno más para piano, asimismo inconcluso; obras de cámara, un cuarteto de cuerdas y un quinteto con piano y, para el amante de su música, unas pequeñeces orquestales que seducen por su elegancia y calidez: Canción de la mañana, Canción de la noche, Salut d’amour, dedicada a su esposa; Rosemary, Canción de Mayo, Suspiros… Susurros musicales de deliciosa nostalgia, ternura y gentileza.

Hay música dedicada a la infancia que respira con los mejores sentimientos hacia los niños como las Escenas infantiles de Schumann o el Microcosmos de Bartók. Pero ninguna de ellas fue compuesta por un niño como es el caso de las suites La varita de la juventud (The wand of youth), cuyas bases melódicas compuso el niño Elgar para una representación teatral en su casa con sus hermanos y retomó ya adulto para ejercer con esa música una fascinación poco común. Un caso parecido es el de la Nursery Suite. Cariñoso con la infancia es igualmente Dream Children.

Materia obligada de consideración cuando se habla de Elgar son sus marchas y obras de ocasión para eventos civiles y monárquicos, particularmente las cinco de Pompa y circunstancia. El éxito de la parte central de la segunda, técnicamente un trío -«Tengo una melodía que los va a volver locos a todos», le había dicho previamente Elgar a un amigo- tuvo tal éxito que, con letra del poeta A.C Benson, fue revisada y compuesta de nuevo por el compositor, con el título de Tierra de esperanza y gloria, para la coronación del rey Eduardo VII, convirtiéndose desde entonces en una suerte de segundo himno nacional británico y pieza para celebrar la graduación de estudiantes.

‘Land of Hope and Glory [Tierra de esperanza y gloria]’, dirigida en 1931 por el propio Elgar, al frente de la Orquesta Sinfónica de Londres.

El compositor también hizo un arreglo para orquesta y coros del auténtico himno nacional de su país; en éste redobla la eficacia de las palabras y la música con un énfasis grandioso. Una marcha fúnebre de extraordinario dramatismo es la que compuso para la obra teatral Grania y Diarmid. Asimismo, orquestó la Marcha Fúnebre de la segunda sonata para piano de Chopin. Se trata de música de inspiración caballeresca y mayestática.

Esta afición por las marchas y la música para eventos monárquicos, herencia de Purcell y Händel, siguió viva en obras como la de William Walton (1902-1983). Se trata de música muy aristocrática (le etimología de la palabra remite al gobierno de los mejores) de alguien que no era un aristócrata por título nobiliario: «La nobleza es cuestión de actitud, más que de la sangre que corre por las venas», afirmaba Dante. El carácter tan nacional de este tipo de obras supo verlo un compositor contemporáneo de Elgar como Jean Sibelius (1865-1957), quien lo admiraba, lo mismo que Richard Strauss (1864-1949), personaje también muy influyente en esa época y posteriormente.

Ciudadano ejemplar

Padres de la Iglesia como Tertuliano y San Agustín, en tiempos del ocaso del Imperio Romano, insistían en que los cristianos en nada se diferenciaban de los demás súbditos de la Ciudad Eterna, salvo en fe, la esperanza y la caridad. Eran respetuosos de la autoridad y de las instituciones, cumplían con sus deberes civiles al igual que los paganos, quienes los culpaban por entonces de todos los males habido y por haber.

Pues bien, eso hizo Edward Elgar. Respetó y admiró incluso la institución de la monarquía parlamentaria de su país. Como católico ascendió desde su condición, humilde y menospreciada socialmente, a ser homenajeado hasta hoy como el compositor inglés más importante, el compositor nacional del Reino Unido. Fue nombrado también caballero del imperio británico (Sir Edward Elgar), Maestro de música real y profesor de la Universidad de Birmingham.

Como católico, triunfó pacíficamente en una nación que había sido ferozmente anticatólica, al igual que los cristianos lo habían hecho con sus compatriotas paganos en Roma. Amó entrañablemente a su país, sobre todo al de la periferia; amó su talante heroico y pujante como lo expresan las palabras de La bandera de San Jorge, así como las del poema El espíritu de Inglaterra, que musicalizó en una cantata: «Ahora en tu esplendor ve delante de nosotros, / espíritu de Inglaterra de ojos ardientes./ Enciende esta tierra querida que nos parió / en la hora del peligro purificada».

El niño Santo Domingo Sabio tuvo la visión profética de futuras conversiones al catolicismo de toda una serie de personajes británicos; así se lo comunicó a su maestro, San Juan Bosco, y así fue: NewmanChestertonRobert Hugh BensonC.S. LewisOscar Wilde. Se cuenta que varios místicos han hablado de una nueva conversión en masa, en un futuro, de una gran nación europea. ¿Se tratará de nuevo de Inglaterra? Newman soñaba y creía firmemente en ello. El fenómeno del ordinariato anglicano, creado por Benedicto XVI, el Papa músico, parece estar empezando a confirmar las predicciones. Lo cierto es que la música de Elgar muy posiblemente ha acompañado y estimulado estos procesos de conversión y, con toda seguridad, si se van a seguir dando, lo seguirá haciendo con creces.

En sus últimos años Elgar no abandonó la composición, pero compuso muy poco. Lo afectó seriamente la muerte de su fiel esposa. Mostró afición al fútbol y a las carreras de caballos. Su pasión por la música religiosa tuvo sucesores en compositores ingleses como Ralph Vaughan Williams (1872-1958) y Herbert Howells (1892-1983).

Por encima de todo, era lo que en buen español tradicional se denominaba un gentilhombre, término en desuso tal vez porque en nuestros tiempos hay tan pocas figuras públicas a las que pueda aplicarse. Un hombre de convicciones, de fe y de caballerosidad a toda prueba.