Egipto es hoy el país en el que la persecución religiosa a los cristianos se muestra de manera más encarnizada. Grupos de fanáticos musulmanes atacan y queman iglesias cristianas coptas actuando con absoluta impunidad. El 10 por ciento de la población total de Egipto, equivalente a unos 15 millones de fieles, profesa una religión establecida en el país de los faraones desde el año 42 después de Cristo. En rigor, la profundidad histórica del culto copto es tal que en árabe clásico la palabra «copto» quiere decir «egipcio». Su identidad es tan clara que, incluso, tienen un idioma propio. Hoy, sin embargo, viven en el desamparo.
Los ataques y atentados se concentran en Minya, una provincia situada en el sur de ese país, en la que el extremismo ha florecido.
Durante las últimas semanas la iglesia copta se ha visto obligada a tener que cerrar más de una docena de templos para intentar evitar ser objeto de la creciente violencia.
El gobierno egipcio acaba de arrestar a 15 personas, a las que tiene por responsables de los recientes atentados.
Si la vinculación de esos detenidos se comprueba, deberían ser tratados con severidad para controlar las persecuciones religiosas y evitar que aumenten.
La ola de atentados se inició en 2013. Cuatro años después no sólo continúa, sino que se ha ido agravando progresivamente.
Por esto, cabe referirse a una persecución con una peligrosa dosis de continuidad que resulta inaceptable no sólo para la grey cristiana, sino para el mundo civilizado en general, que deberá hacer oír su más profundo rechazo.
Es de esperar entonces que el gobierno egipcio asuma su responsabilidad y ponga fin a la barbarie que se expresa en los intolerantes atentados de corte religioso en uno de los países del mundo cuna de una milenaria civilización, y que debiera rechazar de cuajo el increíble salvajismo evidenciado en los ataques a la minoría copta.