La frontera entre religión y política, o entre poder divino y poder temporal, nunca fue clara. A lo largo de la historia, el conflicto entre ambos ha sido permanente. En Europa y América Latina durante el siglo XX fue constante la presencia de partidos demócrata-cristianos. En nuestros días, cierto terrorismo radical se recubre con un manto islámico.
En América Latina asistimos a un fenómeno novedoso: la creciente implantación de las iglesias evangélicas, con una presencia política y una representación institucional en aumento. En México, el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) y el Partido del Trabajo (PT) se han aliado al Partido Encuentro Social para respaldar a Andrés Manuel López Obrador.
Actualmente Guatemala tiene un presidente evangélico, Jimmy Morales. Costa Rica con Fabricio Alvarado puede tener otro, según pronostican las encuestas. Y Jair Bolsonaro, en Brasil, es un candidato muy bien ubicado en la preferencia popular. Pero, por ahora, las opciones de las iglesias evangélicas que participan en la política y de los partidos a los que apoyan se concentran en los niveles locales y provinciales y en la presencia parlamentaria más que en la lucha por el Poder Ejecutivo.
Esta situación retrata adecuadamente sus objetivos y limitaciones. Su agenda política se centra en la defensa de los valores familiares, básicamente oposición al aborto, al matrimonio igualitario, al divorcio, a la eutanasia y a la erróneamente denominada «ideología de género» y la reivindicación de la familia y sus valores. En estos temas y en ciertas ocasiones hay una llamativa convergencia con la jerarquía católica y movimientos social-cristianos y con partidos de corte conservador.
Los fieles que profesan el culto evangélico son muy disciplinados. La voz de sus pastores es una referencia, incluso para votar
Sin embargo, no suelen pronunciarse sobre otras cuestiones centrales de la gestión estatal, como la economía o las relaciones internacionales. Su presencia ha crecido de forma sostenida, aunque no homogénea, en las últimas décadas, y ya hay 20% de evangélicos entre los latinoamericanos. En México lo es más del 10% de la población; en Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, Argentina y Panamá se habla de una cifra superior a 15%; en Brasil, Costa Rica y Puerto Rico se llega a 20% y en algunos países centroamericanos, como Guatemala, Honduras y Nicaragua, se supera 40%.
El fenómeno responde a una doble dinámica. Por un lado al imparable aumento del número de creyentes cristianos no católicos, lo que supone un enorme desafío para las diferentes conferencias episcopales. Por el otro, al desprestigio creciente de los políticos y de los partidos, lo que ha permitido la emergencia de nuevas opciones, escasamente articuladas.
Los fieles que profesan el culto evangélico son muy disciplinados. La voz de sus pastores es una referencia, incluso para votar. Con independencia del perfil de los candidatos, prima su filiación o la recomendación de los responsables del culto. El voto evangélico, un bien deseado por casi todos los candidatos al margen de su identidad política o ideológica, es un bien preciado. De eso saben un poco tanto en Colombia, Brasil o México, o en los otros países latinoamericanos donde se votará próximamente.