Una de las contradicciones sorprendentes de muchos fervorosos cristianos (al menos, así se denominan ellos) es la indiferencia, por no decir tolerancia e incluso aquiescencia, con la que abundan en algunos de los pecados que más repugnaban a Jesucristo. El cardenal George Pell, superministro de Finanzas del Vaticano, condenado por abusos a menores en Melbourne, no sólo no muestra el menor arrepentimiento por sus crímenes sino que ha escrito una pastoral donde se compara con el propio redentor y ofrece sus sufrimientos en la cárcel por el bien de la Iglesia. En España son legión los obispos, arzobispos y clérigos que han justificado las violaciones a niños mediante argumentos tan sofisticados como que son los niños los que van provocando, olvidando que fue el mismo Jesucristo quien advirtió: «El que escandalice a uno de estos pequeños, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos y lo hundan en lo profundo del mar».
Aparte de los intolerables y repetidos casos de pederastia, asombra la pachorra con que la jerarquía católica se ha saltado a la torera uno de los temas esenciales del cristianismo, la imprecación de la riqueza, de la que Jesucristo abominó en numerosos pasajes evangélicos. Desde el consejo que le dio a un joven que pretendía seguirle, a quien dijo que vendiera todo lo que poseía y lo regalara a los pobres, hasta el Magnificat de Lucas donde habla de echar a los poderosos de sus tronos, prácticamente no hay una sola enseñanza cristiana con la que el Vaticano no se haya limpiado el culo, culminando en blasfemias tan espléndidas como la que forman Papas guerreros al frente de ejércitos o ministros de Finanzas con tiara. Ayer mismo, unos cuantos periódicos, nacionales, y especialmente un artículo de David Bollero en este mismo diario, revelaban la magnitud de la rapiña eclesiástica en España: miles y miles de inmuebles -edificios, parcelas, cementerios, incluso monumentos históricos- saqueados al erario público.
Con todo, lo verdaderamente repulsivo en este festival de hipocresía es contemplar cómo tantos supuestos cristianos de los que van mucho a misa y se dan golpes en el pecho no sólo se cruzan de brazos ante desdicha de los inmigrantes naufragados en el Mediterráneo sino que apoyan e incluso aplauden la desidia homicida con que los gobiernos europeos se lavan las manos al mejor estilo de Poncio Pilatos ante la mayor tragedia de nuestra época. No se sabe qué causa más asco, los argumentos peregrinos que se sacan de la manga o la convicción de estómagos agradecidos con que los mantienen, sin que les tiemble ni una sola pestaña a la hora de santiguarse en la iglesia y escuchar la homilía dominical que desmienten día a día de pensamiento, palabra, obra y omisión.
Hace más de dos milenios el propio Jesucristo clamó en una de sus parábolas contra la apatía y la falta de humanidad de esos sepulcros blanqueados que toman los sacramentos religiosamente mientras 160 inmigrantes, hombres, mujeres y niños, esperan en alta mar un gesto de caridad cristiana a bordo del Open Arms: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno que ha sido preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber. En verdad os digo que en cuanto no hicisteis a uno de los más pequeños de éstos, tampoco a mí me lo hicisteis».